Porque es amor

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Acabo de terminar de leer la novela Las malas, de Camila Sosa Villada.

Antes de dar la vuelta a la última página y de leer el siguiente párrafo, comencé a llorar desde una profunda tristeza. “Afuera todo el mundo llora: los curiosos, los que antes insultaban, los pocos que nos conocían y nos tenían aprecio, todos parecen embrujados de dolor”. ¿Acaso yo también soy ahora de las pocas personas que las conocían, a La Tía Encarna, a El Brillo, a María la Pájara, a Angie, a La Machi, a Camila?

El final me rompe como si no supiera que ese desenlace es una posibilidad en este mundo violento, lleno de intolerancias y podrido hasta el alma. Mi hija duerme a mi lado y yo lloro y leo y continúo llorando y leyendo hasta terminar las últimas líneas. Antes de pensar en cualquier cosa sólo siento, siento el dolor y la injusticia y la rabia y el coraje y me inunda la tristeza profunda.

Mi hija de siete años duerme a mi lado, con su carita sostenida por sus dos manitas y no dejo de pensar la mierda de mundo en el que vivimos. ¿Hasta dónde llegarán nuestros insultos, nuestros odios, nuestras fobias? Hay gente que prefiere morirse antes que cambiar. ¿Y por qué? ¿Por qué rechazamos sistemáticamente el cambio, lo distinto, lo otro, lo diferente? ¿Por qué pensamos que ciertas realidades y formas son más legítimas que otras, más buenas, más dignas, más necesarias?

¡Mierda! Sigo llorando, recostada sobre mi cama. Suspiro una y otra vez, cierro el libro y continúo llorando. Decido levantarme de la cama para no molestar el sueño de mi hija. Bajo la escalera de mi casa; mi perra me sigue. Le digo en mi cabeza «¿qué sabes tú del dolor del mundo?». Ella me ve, escucha que lloro. Me siento sobre el último escalón y la llamo. Ella acude, se acerca y me deja acariciarla. Pienso que quizás tenga algo de empatía, que reconozca en mi llanto el dolor del mundo, pero de pronto se aleja, gira la mirada hacia el jardín, mueve la cola y me pide que le abra la puerta; seguramente ha olfateado algo fuera que llama su atención. Mi dolor es secundario.

Ahora que escribo estas líneas me pregunto si no operamos de esta misma manera, socialmente. Nuestro espectro de percepción del dolor es uno y a veces es tan acotado que dejamos de percibir el dolor de quienes catalogamos como diferentes. La empatía tiene sus límites. Quizás seamos como mi perra, como perras y perros que se olfatean la cola para reconocerse. ¡No! No lo somos, nuestro pudor nos impide hacerlo, dejando de fuera la posibilidad de reconocernos entre sí. La idea de nuestro olor nos es repugnante y por ello no podremos reconocernos nunca.

La otra noche, en el duermevela, escuché un sonido fuerte, seco, de esos que no resuenan. Por un momento me exalté –el sonido debió de haber sido tremendo– pero yo dormitaba y no estaba del todo consciente. Repasé todo lo que había podido caerse o colapsar en mi casa: había puesto la lavadora hace unas horas porque mi hija se había vomitado toda encima en la cama, pero no, no era eso; algo en la azotea ¿quizás? Finalmente concluí que seguro alguien habría chocado su auto en la avenida cercana a mi casa y que por eso el sonido no había resonado; habría sido fatal. 

Con esa conclusión volví a dormirme. Estaba tan cansada de haber acompañado a mi hija durante horas (entre el vómito, el malestar, el volverse a la cama y la preocupación),que me aseguré a mí misma de que alguien más iría a la ayuda –después de todo hay quienes trabajan en rescatar a gente después de un accidente de auto.

Horas después volví a despertarme, mi hija estaba vomitando nuevamente. Una vez pasada la situación, percibí las luces azul y rojas parpadeantes que se colaban por la cortina del estudio; en efecto, alguien había tenido un accidente de auto en la avenida cercana a mi casa. En ese momento quise saber lo que había ocurrido, pero los árboles no me dejaron ver –quizás me estaban protegiendo de una imagen desastrosa.

Pasaron tres horas y las luces continuaban parpadeando y yo con mi debraye metido en la cabeza: «yo escuché el primer y único sonido del accidente; ¿acaso no debí de haber salido de mi casa a ver si alguien precisaba de mi ayuda?». «No» me aseguré a mí misma: «estabas cansada y tu hija enferma, no había nada que pudieras hacer».

Y entonces pensé en mi rol como espectadora, en ese rol que tanto detesto en general, espectadora del mundo, de las noticias, del terror, de las fobias, de la discriminación, la pobreza, los feminicidios, los transfeminicidos, los secuestros de niñas, las violaciones, la guerra. Espectadora al fin del maltrato y del odio entre personas. 

En esta ocasión mi hija estaba enferma y yo al borde del cansancio, pero cuántas otras veces no he estado en una posición de ayudar, de levantar la voz, de decir “basta” y no lo he hecho. Me he hecho de la vista gorda, olfateando aquello que está en el jardín, moviéndole la cola a alguien más para que me abra la puerta y me deje salir.

Pienso en la frase en inglés mind your own business, que podría traducirse al español como “no te metas en lo que no te incumbe” –y recuerdo las cientos de veces que las he escuchado–. La frase en inglés nos exige que sólo nos interesemos por nuestros asuntos, pues en ella ni siquiera la otredad figura; por su parte, la frase en español da por sentado que existe una otra realidad donde no tendríamos porqué meternos, porque no nos compete hacerlo. En todo caso, ambas frases sugieren que nos hagamos de la vista gorda, que miremos hacia dentro y nada más.

Y yo pregunto ¿por qué no nos competiría?: ¿porque es distinto, porque nos da miedo, porque podemos enlodarnos?, ¿porque es más fácil hacer oídos sordos y no escuchar aquello que nos grita al oído? o ¿porque ayudar, acompañar y sostener implica hacernos cargo y quizás la tarea de hacerlo sea demasiado grande? o ¿quizás porque podemos aprender a amar a quienes nos han enseñado y hemos aprendido a rechazar y a odiar?

La Tía Encarna había ingresado en la vida blanca. La vida del camaleón, la de adecuarse al mundo tal y como es. Me dice que El Brillo lo sabe todo. No hay nada que ocultarle. Es muy sabio el niño. En ese momento él deja de mirar la televisión y dice: «Sí, lo sé todo. Ella es mi mamá y mi papá. No todos los niños del mundo tienen esa suerte».
Yo pensé en cómo se desintegraba el amor en toda familia, pero ellos dos no eran una familia; el título de familia les quedaba corto. Lo de ellos era un amor mucho mayor, era toda la comprensión de la que era capaz el ser humano.

Hace muchos años, uno de mis mejores amigos –a quien en aquel entonces yo encajonaba en la categoría de homosexual– me explicaba que en realidad él amaba a todas las personas, mirando más allá de su identidad y orientación sexual, y que por lo mismo, su amor era más grande que el mío, porque podía olerle la cola a quien pasara y reconocerse. En ese momento un pequeño tajo amplió mi horizonte e hizo cuestionarme el paradigma de amor y sexualidad con el que había crecido. 

Ahora que soy madre –y que el mundo me duele más que nunca– saber que los desenlaces terribles son una realidad en este mundo de mierda, violento, lleno de intolerancias y podrido hasta el alma y saber que habrá quienes decidan voltear la mirada, caminar hacia el jardín, decidir morir antes que cambiar, dañar, me llena de desesperanza y miedo. Reconozco en mí el dolor y la injusticia y la rabia y el coraje y me inunda la tristeza profunda.

Pero también recuerdo como un bálsamo las palabras de mi amigo, las actitudes de mis vínculos más cercanos y también las de personas diversas que no conozco pero que creen en la construcción de otras realidades posibles, donde la otredad tiene cabida, y actúan acorde. 

Hoy por hoy mi hija sabe que las familias son diversas, que las familias con dos mamás o con dos papás son también familias. Ella no repara en llamar a alguien “elle”, pues sabe que la dignidad de quien decide reconocerse en ese pronombre es importante. Ahora tocará hablarle de que existen familias con mamás trans y personas que crecen rodeadas de travestis, y asegurarle que allí puede habitar el amor más profundo, y que no toca más que aceptar que esa belleza es posible y que hay que cuidarla y atesorarla siempre, porque es amor. 

Notas y referencias

Sosa Villada, Camila. Las malas. México: Tusquets Editores, 2023.

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