Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo aquello que los rodea –la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos– no despierta ningún interés.
Nuccio Ordine
Mucho se ha dicho en contra de la mediocridad y quizá, con justa razón. ¿Qué sería de este mundo sin grandes personajes repletos de talento?, ¿qué sería de nuestros repertorios de música sin Radiohead, Pearl Jam o Cerati?, ¿qué sería de nuestros estantes de filosofía sin Kant, Aristóteles, Marx o Arendt?, ¿qué sería del séptimo arte sin Almodóvar, Buñuel o los hermanos Cohen? Sinceramente, no lo sé. Probablemente tendríamos una vida más vacía de la que de por sí debemos soportar.
Más allá de estos grandes personajes ¿qué hay del resto de nosotros?; ¿también somos esa excelencia andante? Cualquiera con la virtud de la sencillez y la humildad respondería que no, pero de nuevo, ¿quién puede ser virtuoso todo el tiempo? Nadie. Pensar en la virtud es también pensar en lo que no somos, en aquello que nos falta, en nuestras propias insuficiencias. “La virtud,” escribe Comte-Sponville, “es el esfuerzo por conducirse bien; el bien se define como este mismo esfuerzo.”
Defenderé entonces que ese mismo esfuerzo, el esfuerzo de conducirse bien –inclusive siendo una persona mediocre–, bastaría para hacer lo que hacemos. A mi parecer la idea de virtud se ha desvirtuado; la virtud, en sentido más riguroso (aristotélico, comte-sponvilleano, nussbaumeano), está lejos de ser entendida como riqueza, talento o placer, y más bien, se entiende como el florecimiento del proyecto humano que no sólo toma en cuenta el fin sino también los medios y nunca podría darse al costo de otros. Sin embargo, la virtud actualmente se comprende ahora como algo que únicamente los genios, talentosos y ricos poseen, y por tanto, quienes no lo sean serán “mediocres”. Sería falso decir que la virtud sólo acompaña a estos susodichos, la verdadera persona virtuosa es quien irónicamente ignora esta racionalidad, quien siendo un “mediocre” renuncia a esta falsa sabiduría. Quizás, podríamos pensar entonces en la mediocridad como una potencial virtud.
No tan curiosamente la palabra mediocridad está compuesta por los léxicos medius, que significa medio, y ocris, montaña o peñasco, indicando que aquel que se queda a la mitad del camino en la montaña es mediocre, pero me pregunto: ¿quién quiere llegar a la cima? Me dirán que los escaladores, pero ¿acaso todas las personas somos escaladoras? La cima es inhabitable y la estadía solo debe ser de corta duración; en la cima, el clima helado desgarra, el oxígeno escasea y comunicarse se vuelve una tarea titánica. No es casualidad que en el contexto del capitalismo tardío en el que habitamos, la cima de la montaña se use como referencia de “éxito”, pues pocas personas llegan ahí y sin embargo, todas deben aspirar a llegar. Un dato importante: al pico del monte Everest se llega siguiendo a distintos cadáveres que sirven como punto de referencia para guiarse de manera adecuada a la cima, en nuestras sociedades capitalistas también.
Se ha llegado a pensar entonces que las personas mediocres se quedan a la mitad y que por tanto, solo en la cima de la montaña habitan las virtudes, pero esto no ha sido más que un enorme malentendido de la virtud: ¡la excelencia nunca ha estado en la cima! Por el contrario nos aproximaría a algún vicio. Esta idea la expresa mejor Comte-Sponville: “toda virtud es una cumbre entre dos vicios, una cresta de una montaña entre dos abismos”. Percibida de esta forma, la virtud habita en la cima pero de una forma irónica, puesto que la propia virtud es estar a la mitad de dos extremos (del más bajo y del más alto); de ahí la noción de prudencia aristotélica como punto medio, donde el cobarde nunca se atrevería a nada, el temerario a todo y el prudente solo a lo que hace falta. La propia virtud lo es en tanto que se halla a la mitad del camino en la montaña y no en la cima.
En la actualidad la palabra mediocre se refiere a alguien sin ningún talento especial; lo mediocre como algo a medias, a la mitad, regular, pasable, aguantable, suficiente, quizá a lo mucho, pero que lance la primera piedra quién no lo sea. La grandeza de Mozart es incomparable, pero ¿realmente todos tenemos que ser Mozart para crear, escuchar o amar la música? ¿no acaso la grandeza de grupos cómo The Sex Pistols y en general, el comienzo del punk en los 70s, se encuentra en la mediocridad de sus composiciones? La falta como virtud misma.
¿No es mediocre aquel que puede dedicarse a distintas actividades sin que sienta la necesidad de la fama o el endiosamiento de lo que hace? Amo jugar básquetbol, hacer música, escribir, practicar filosofía, pero aunque me he esforzado y esfuerzo en cada una de estas actividades, honestamente ¡soy un mediocre en todas! Probablemente jamás seré un Michael Jordan, ni Daft Punk, ni Vonnegut, ni Kant, ¿pero me debe detener eso de hacer lo que amo? ¡Jamás! Diferentemente a una genuina mediocridad –en el sentido peyorativo de la palabra, que sería solo dedicarnos a lo que pensamos sabemos seremos grandiosos–, mi mediocridad es distinta, porque yo no puedo saber en qué seré grandioso; puedo trabajar fervientemente para aumentar mis probabilidades, pero nunca podré asegurarlo.
Esta idea la ejemplifica Kierkegaard cuando escribe sobre la libertad: actuar libremente no garantiza su propósito, tenemos decisión pero no control. Si alguno de nosotros tuviera la forma de saber en quién se convertiría en un futuro –tras dedicarnos a cualquier actividad– y supiera entonces que nunca obtendría el éxito o el necesario talento, ¿esa persona dejaría de realizar dicha actividad? Hacemos lo que hacemos por el goce en el presente, las recompensas del futuro son buenas, sin duda alguna, pero inciertas y en ese sentido, inseguras. En palabras de Kierkegaard:
Si el resultado alcanzado podrá o no llenar de júbilo al mundo es algo que no sabe de antemano, pues no logrará tal conocimiento hasta que el acto haya sido consumado, y con todo, no será esto lo que le convertirá en héroe, sino el haber sido capaz de empezar.
Además, el talento, incluso como excelencia adquirida por hábito, está fuera de nuestro control; las disposiciones genéticas y culturales juegan un fuerte papel en el desarrollo del talento. La primera, porque determina algo fundamental sobre lo que podremos ser y hacer sin nuestra intervención, y la segunda, porque determina el mismo hábito. ¿Cómo puede alguien hacerse del hábito de jugar a la pelota en un contexto de guerra?, ¿cómo puede alguien desear ser tenista sin que exista el tenis?
La concepción que muchas personas tenemos del talento innato lo retrata la película Amadeus de Milos Forman, donde el personaje ficticio de Salieri se frustra de sobremanera porque a pesar de haber practicado, estudiado, sudado y sangrado el hábito de la música, jamás alcanza la excelencia de Mozart –el joven genio de menor experiencia, de menor trayectoria, y sin embargo, mucho más hábil–. Esto lleva al propio Salieri a maldecir a dios, a quien creía haber entregado su vida a cambio del talento musical.
A mi parecer, Mozart no fue dotado de dicho don sino que una serie de factores sociales, históricos, familiares, genéticos, etcétera, fueron colocados de manera extraordinaria sobre su vida. Pero de cualquier forma, el personaje de Salieri no comprendía algo fundamental: la virtud está en el esfuerzo mismo. Muchas personas podemos sentirnos como Salieri (insuficientes y escasas); nos torturamos cuando vemos y conocemos a otras personas que gustan de lo mismo que nosotras y a pesar de que realizamos nuestro mayor esfuerzo, nos sobrepasan técnicamente. Pero si la virtud es el esfuerzo mismo por conducirse bien, entonces la excelencia no es la meta sino que la meta es el esfuerzo mismo por la excelencia. De ahí que el mediocre, a diferencia de lo que se piensa, es alguien que persiste, alguien que goza la actividad y no exclusivamente el resultado de ella.
La mediocridad no solo es valiosa por recordarnos que el bien se encuentra en el esfuerzo mismo sino además, porque es espacio para la libertad. La excelencia y el talento encierran nuestra esencialidad; la pianista, el cantante, la maratonista están condenadas a ser lo que son, pero quien es mediocre hace lo que ninguna de estas personas puede: elegir. El mediocre está a tiempo –o al menos, en el mejor de los casos aún lo está– de crearse a sí mismo, de retratarse. La más extraordinaria y grandiosa de las pinturas terminadas nos pasma con su belleza pero palidece ante la infinita posibilidad que yace en el lienzo inacabado: el cuadro pintado tiene la virtud de ser pero ha perdido la potencialidad de ser algo distinto.
Hay una escena de la película Todo en todas partes al mismo tiempo de Daniel Kwan y Daniel Scheinert en donde la protagonista (Evelyn Wang) no puede creer que sea la elegida para derrotar a Jobu Tupaki; Evelyn se pregunta por qué, de todas las variadas y talentosas versiones de ella misma que residían en el multiverso, fue elegida. —No soy buena en nada— exclama ella, a lo que su esposo Waymond responde —Exactamente. He visto a miles de Evelyns pero ninguna como tú, tienes tantas metas sin terminar, sueños que nunca perseguiste, estás viviendo tu peor versión—. Esto le molesta a Evelyn, pero luego Waymond matiza de forma maravillosa —la mayoría sólo tiene pocos caminos alternos importantes cerca de ellos, pero tú, aquí, eres capaz de cualquier cosa porque eres muy mala en todo—. Evelyn es la elegida por ser mediocre, solo ella permanece libre de elegir puesto que es la única que no ha tomado la decisión de encaminarse en algo; esta libertad de hacerse sólo es posible para quien, como el lienzo, no se encuentra del todo terminado. Evelyn no tiene la virtud de “ser” pero es más libre que cualquier persona enteramente realizada; la virtud de la mediocridad es la heroína de la película.
Finalmente, la última virtud –y la más grande a mi parecer– de quien es mediocre, radica en su rechazo al éxito, no a cualquier éxito por supuesto, ni a cualquier logro, sino a aquellos que su realización depende de la destrucción y mal vivir de otros. Pensemos en grandes artistas de música que van de gira por el mundo; pueden ser “genios musicales”, haber creado música que todos aman y ser personas amables y cordiales, pero muchos de ellos contaminan más en un año que lo que mucha gente en toda su vida; su mundo de lujos y gustos exóticos ponen en riesgo al planeta y a quienes habitamos en éste, ¿deberíamos entonces llamarles exitosos o virtuosas?
Esto me arroja dos posibles respuestas: una en la que no son virtuosas en tanto que para serlo deberían de serlo en todo momento y aspectos de sus vidas; y dos, en la que sí lo son y entonces podemos llamar virtuosas a personas que sean talentosas y exitosas a pesar de la destrucción que puedan realizar. Pero ninguna de estas respuestas me satisface porque por un lado, la primera exige una perfección inalcanzable, pues ¿quién puede alcanzar la perfección en cada aspecto y momento de su vida? La otra opción también es insostenible: acaso ¿podríamos llamar exitoso a Salinas Pliego por ser el cuarto hombre más rico de México, a pesar de que su riqueza depende, entre otras cosas, de la explotación laboral y la evasión de impuestos?; ¿podríamos haber llamado a Jimmy Hendrix un hombre virtuoso si hubiese sido un secuestrador de niños?
La virtud está en un punto medio, y la mediocridad puede ayudarnos a visualizarlo. Nadie puede ser perfecto en cada aspecto de su vida –y eso está muy bien–, equivocarse es sólo humano. El que nos equivoquemos no implica querer alcanzar el éxito a toda costa, la virtud del mediocre rechazaría el reconocimiento si éste implicara la desgracia de otros. Si se me llama mediocre y conformista por no querer ser el siguiente Elon Musk, enhorabuena, me alegra, solo los ingenuos o idiotas quisieran serlo y por eso quizá la mayoría lo desea pues están faltos de la virtud de lo que significa ser mediocre. En síntesis, no podemos ser perfectos –la ética no nos exige serlo– ni tampoco deberíamos llamar virtuosos o exitosos a personajes que valoran su éxito personal a costa de la vida de otras personas, incluyendo la del planeta y sus ecosistemas. Aristóteles se revolcaría en su tumba si supiera en lo que los conceptos de felicidad, virtud y buena vida se han convertido en la actualidad.
Ahora bien, quisiera hacer una confesión y una aclaración semántica importante: a lo largo del texto he llegado a reflexionar de manera tramposa, pues en algunos momentos he equiparado a la virtud con el éxito, la habilidad y el talento. Por ejemplo, cuando menciono que Mozart es un virtuoso por su habilidad o talento al componer música. Pero he procedido de esta manera por una buena razón; en la actualidad estos elementos (la virtud, la habilidad y el talento) se entienden como iguales, incluso se usan como sinónimos –de ahí que nos parezca perfectamente entendible afirmar que “Michael Jordan es un virtuoso del baloncesto”–. He procedido de esta manera queriendo demostrar que al usar el concepto de virtud desde esta lógica es insostenible o de menos muy problemático: afirmar que la virtud no puede ser alcanzada por quienes no sean talentosos ni exitosos sería terriblemente falso, porque la virtud nunca ha sido pensada únicamente por su finalidad sino que los medios importan; por esto mismo, decir que la virtud puede ser alcanzada por personas consideradas económicamente exitosas, aunque dañen a otras personas o al mundo, sería igualmente falso.
Se me podrá decir entonces que todo esto es sólo un problema semántico y que éste dependerá de cómo definamos la palabra “virtud”, pudiendo entenderla como sinónimo de talento o éxito o como la buena vida aristotélica; así, cada quien aclararía a qué refiere por el concepto de virtud y listo, fin de la discusión. Concedo que semánticamente eso sería verdad. Sin embargo, hay dos pequeños problemas con reducirlo a esta aproximación semántica: el primero, que las personas no suelen hacer esta distinción con tal precisión; y el segundo, que las palabras y conceptos suelen estar cargados de teoría –casi nunca suelen ser neutras en sí y las personas tienden a confesar una cosmovisión del mundo en su uso–.
Separar virtud al mero resultado de la técnica o acumulación de bienes puede resultar en algo perverso por la fuerte carga histórica y moral que resguarda el concepto; por ejemplo, aunque técnicamente podríamos usar la palabra “pecado” de manera secularizada para nombrar todo aquello que moralmente se considera malo o indebido, no lo hacemos por las confusiones e implicaciones que la palabra posee religiosamente.
Finalmente, esta apología a la mediocridad no es a cualquier mediocridad, no es una defensa al holgazán ni al nihilista, más bien es una nueva perspectiva ante las actitudes pedantes relacionadas al virtuosismo y a los supuestos ganadores que nuestras sociedades contemporáneas alaban, en donde se pretende que cualquiera con “éxito” o “reconocimiento” es ya alguien virtuoso. Reclamar la mediocridad ante las expectativas sociales de que toda persona busque el éxito me parece de suma importancia: revelar nuestras faltas y nuestro alejamiento de estas formas de vida –que nuestras sociedades llaman “la buena vida”– es en sí ya una nueva y poderosa excelencia.