La visión de las brujas y la propuesta feminista de los conocimientos situados

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Donna Haraway (2004), en su texto “Testigo modesto”, alude a que el hombre blanco heterosexual se vuelve un ventrílocuo de los hechos para poder dar testimonio del mundo y su funcionamiento. Retoma a un científico representativo de esta vida aséptica, Robert Boyle, para evidenciar cómo la objetividad pregonada era una renuncia, en varias formas y sentidos, de la personalidad y de su constitución humana. Parece que todos los rasgos que fungen como descriptivos se vuelven un flanco débil para achacar la parcialidad del discurso; la negación de los factores de origen de la investigación científica parece una premisa obligatoria para su generación.

El investigador debía volverse invisible, completamente transparente, para que fuera un portavoz confiable en la descripción del mundo. Ser transparente es ser modesto, poder hacerse a un lado para que el fenómeno hable. Las tecnologías de Boyle trabajando en sincronía para otorgar datos aparentemente dados, eran recursos de objetivación para su investigación (1). En esta búsqueda de la transparencia, se vuelven practicantes de la cultura de la no-cultura, se enraízan en la objetividad como el punto de vista de ninguna parte y que permite, por ello, verlo todo. Su aparente imparcialidad los hermana con el hecho, haciendo su propio discurso científico una facticidad. No podríamos apelar, no hay sesgo en el cual hundir la crítica; su pasividad para registrar los eventos, como impolutos secretarios haciendo minutas, les otorga una descripción de imparciales.

El discurso de quienes no podían ser imparciales era descartado, las personas racializadas, las pertenecientes a una clase social distinta y las mujeres, tenían que guardar silencio. Incapaces de ser transparentes, de no sustraer su aportación de la contaminación del cuerpo –y aquí, señalemos, justamente por características físicas (color de piel y órganos sexuales)– eran segregados y discriminados, lo que conducía a su posición social. Aludiendo a lo situado, estas personas se encontraban ya localizadas, establecidas, atrincheradas, y su visión, para los hombres como Boyle, se encontraba reducida. Los gentilhombres pretendían hablar de los cuerpos de los demás (sus objetos de estudio) mientras ellos mismos difuminaban los suyos en sus diseños de investigación.

En el caso de las mujeres, ellas se encontraban bajo la autoridad de sus parejas o padres, así que no podían dar su propia palabra para atestiguar, no tenían un honor que poner en juego (2). La autoridad masculina para hablar en la ciencia no fue puesta en duda pues la objetividad también fue vista como un equivalente de lo masculino, y las mujeres, como adscritas bajo cuidado. “Como Simmel observaba, la objetividad misma es un ideal que tiene una larga historia de identificación con la masculinidad” (3). Debido a la presunción de la objetividad del discurso masculino, tomado como la descripción exacta y fidedigna del mundo, su autoridad prevalecía.

El estatus dependiente preexistente de las mujeres simplemente excluía su presencia epistemológica, y en la mayor parte física, en los escenarios más importantes de la historia de la ciencia del periodo. El tema no era si las mujeres eran inteligentes o no. […] La cuestión era si las mujeres tenían el estatus de independencia para ser testigos modestos, y no lo tenían (4).

La cultura de la ciencia, la cultura de la no-cultura, no se sustenta sólo en la autoridad sobre las mujeres que se expresa en su exclusión de la práctica científica, sino en su desafío constante y persecución. La ausencia de mujeres en la ciencia, principalmente de las ciencias “duras”, proviene de una secuela histórica profunda y violenta: la persecución de brujas en Europa entre los siglos XVI y XVII, que es señalada por Haraway como una crisis de género (5). Tales eventos históricos, que desencadenaron el asesinato de miles de mujeres, están atravesados por factores económicos y sociales, no sólo mujeres murieron en la cacería de brujas, pero una avasallante mayoría lo era. La proporción es de tal manera desmedida que le podemos considerar una persecución de género. Anteriormente, los estudios sobre este evento –que siguen siendo oscuros– se enfocaban de acuerdo con estos factores, pero los avances en teoría de género permiten tomar a la mujer como una categoría de análisis (Blázquez, 2008) y hacer evidente que consiste en una crisis de género, como indica Haraway.

En la figura mítica de las brujas se gestaron los temores hacia el conocimiento de la sexualidad femenina, aquellos saberes prácticos que les otorgaba posiciones de relevancia en la comunidad, como parteras, curanderas o nodrizas. Las mujeres llamadas “brujas” solían desempeñar alguno de estos oficios y sus conocimientos sobre la fertilidad, el aborto y el cuidado de los recién nacidos les otorgaba una capacidad de incidencia que la Iglesia católica deseaba usurpar (6).

Los mitos se sustentan en creencias profundas, subterráneas, de las cuales la ciencia no se ha librado y pienso que la bruja atosiga todavía al transparente testigo. Mitos de fantasmas y brujas pueblan la historia de la ciencia. ¿Qué hacen los mitos dentro de la ciencia, cómo mantienen injerencia? pregunta Evelyn Fox Keller (1991) y apuntala también a la objetividad y al género: “La supervivencia de creencias míticas en nuestra forma de pensar la ciencia, el mismo arquetipo del antimito, al parecer debiera invitar a nuestra curiosidad y exigir investigación” (7). Prestando oídos a esta exhortación, hay que avocarnos a la figura de la bruja y los temores que personifica.

Norma Blázquez (2008) señala que la persecución de la magia fue específicamente la practicada por las mujeres, existiendo la gradación de “magia alta” y “baja”, la primera –territorio de los hombres– no fue objeto de cacería. La “magia alta» estaba designada a las actividades masculinas como la astrología, nigromancia y alquimia, que tenían un respaldo filosófico y eran practicadas por clérigos y filósofos. En cambio, la “magia baja”, asumida por las mujeres, se encontraba más relacionada con los conocimientos prácticos de curación y hechicería para atraer o enemistar. Esta fue la magia que se buscó erradicar, pues dominaba ámbitos de la vida relacionados con la reproducción, que instituciones como la Iglesia deseaban dirigir.

La persecución de brujas expresa también el acecho a una forma de producción de conocimiento, una epistemología de las mujeres. La línea de conocimiento desarrollada por ellas fue la razón de su asesinato y más de cien mil mujeres en la pira fueron la piedra cimiente del conocimiento moderno, expresado objetivamente por los hombres. La cacería de brujas fue una pugna por la legitimación del conocimiento masculino. “Por una parte, la destrucción de una línea de conocimiento: el de las mujeres y, por otra, el nacimiento de otra forma de conocimiento que acompañaría el desarrollo de la civilización occidental, que surge con una marca distintiva: la ausencia de las mujeres” (8). La persecución de brujas fue una guerra escasamente velada hacia las mujeres y sus aportaciones al conocimiento. Lo velado en los procesos de enjuiciamiento no es proporcional al escarnio público sufrido; el espectáculo de violencia ofrecido por los verdugos era una fuerte disuasión. 

La representación de las brujas que se ha internalizado incluso en sus versiones caricaturizadas, muestra a mujeres que crean intriga: voladoras nocturnas, practicantes del desenfreno sexual, personajes de un servilismo comparado y confundido con el enamoramiento a figuras oscuras, extrañas pócimas en calderos con funestos propósitos,  todas éstas eran las imágenes de la suspicacia, la mirada deformada hacia las actividades de las mujeres. “No son casuales las frecuentes representaciones de las brujas donde aparecen junto a un caldero, pues la mayor parte de los ingredientes de la hechicería, igual que las comidas, se cocinaban en ese tipo de recipientes” (9). Las cocineras tenían un amplio conocimiento de herbolaria, así como de las estaciones, de las propiedades de los alimentos y técnicas para su conservación. Las mujeres dedicadas a la perfumería empleaban técnicas químicas utilizadas también por los alquimistas, como la destilación o la sublimación. Sin embargo, las prolongadas horas junto al caldero significó para ellas motivo de sospecha y no de autoridad o estatus como a los hombres.

La imagen del aquelarre, como el de la pintura de igual nombre de Francisco de Goya, describía una reunión de mujeres destinada a orgías y ofrendas al Diablo, asociándolas al libertinaje sexual y a la blasfemia; reuniones que anteriormente consistían en ceremonias de fertilidad. Fiestas relacionadas con las siembras y cosechas fueron concebidas posteriormente como conspiraciones malignas. El séquito de mujeres que seguía a la diosa Diana, siendo ésta sustituida por el Diablo, se convirtió en un grupo de consorte demoniaco (10).

Francisco de Goya, «El aquelarre» (1797-1798), óleo sobre lienzo, 43 x 30 cm, Museo Lázaro Galdiano, Madrid, España.

Diana, que en la mitología griega era identificada como Artemisa, era una diosa consagrada a la cacería; la única solicitud hecha a su padre consistía en su deseo de permanecer virgen y de no entrar en nupcias pues prefería la vida en concordancia con la naturaleza. Personificación de la luna, las celebraciones de esta diosa se realizaban de noche y su corte estaba compuesta únicamente por mujeres vírgenes. Animales como el perro, el ciervo, el jabalí y la cabra le estaban consagrados –éste último, como en la pintura del aquelarre, se encuentra presente con una connotación más bien oscura–. Resulta especialmente infame la forma en que se tergiversa esta resistencia femenina, enraizada en la naturaleza, a un origen de perversión. Notando, además, la misoginia en la dominación del placer femenino.

La asociación de la mujer a la naturaleza, o más próxima a ella, tampoco es una agencia gratuita. A partir de la dicotomía que establece occidente entre mujer y hombre, naturaleza y ciencia, subjetividad y objetividad, las mujeres y la naturaleza son objetos de estudio, mientras que los hombres pueden articular el discurso científico sobre los cuerpos y la naturaleza, sustrayéndose del suyo propio. La relación de la mente masculina y la naturaleza femenina es una metáfora de conquista. Keller argumenta que la objetivación es una muestra de un tipo específico de subjetivación: la aspiración de poder y autonomía que se pretende alcanzar con un discurso universalizable habla también de una constitución psicológica y social de quienes lo elaboran. Claramente, la objetivación es un recurso de poder. 

La noble tarea del científico asceta, modesto maquinista de los hechos, el gentilhombre de la modernidad y de actuar caballeresco, perseguía los misterios incomprensibles de fémina naturaleza. “El hombre modesto tenía al menos un gusto por la violación de la naturaleza como tropo” (11). La naturaleza ofrecía una especie de resistencia virginal que con el esfuerzo mental del hombre sería sorteado. Desde una separación marcada y puntualmente diferenciada de la mujer como “lo no-hombre”, y siendo el hombre la objetividad, la mujer era identificada con la naturaleza.

Tras haber dividido al mundo en dos partes, el que conoce (la mente) y lo cognoscible (la naturaleza), la ideología científica pasa a prescribir una relación entre ambas muy específica. Prescribe las interacciones que pueden consumar esa unión, es decir que pueden llevar al conocimiento. No sólo se asigna género a la mente y a la naturaleza, sino que caracteriza el pensamiento científico y objetivo como masculino, la actividad misma por la que el que conoce puede adquirir conocimiento también es generalizada. La relación específica entre el que conoce y lo conocido es de distancia y separación (12).

El investigador científico del siglo XVII, como Boyle, estaba delimitado por la descripción caballeresca del honor que la modernidad le confería al hombre. La investigación científica era una justa por la verdad frente a los discursos subjetivos y reducidos. Una característica necesaria de la ciencia era la sustracción, la capacidad de diferenciarse entre quien sólo ve y quien es testigo, entre quien tiene el honor para hablar por la verdad y quien no. Boyle procuraba dar demostraciones nocturnas de sus experimentos para evitar que mujeres de su misma clase social asistieran (13). En las instalaciones de la Royal Society no podría ser acusado de ser un organizador de aquelarres, aunque la cacería y procesos por brujería seguían vigentes en el siglo XVII y mujeres seguían siendo señaladas por ello.

La relación de la mujer con la ciencia, desde la modernidad, fue de distanciamiento y objeto. Puesto que ellas no ejercían la ciencia, sólo podían conocer los efectos de las investigaciones que otros hacían sobre ellas. La incorporación de las mujeres a la práctica científica es apenas de mitad del siglo pasado, en cuanto se les dio acceso a las universidades y a la educación de posgrado. Sin embargo, existe aún una marcada diferencia en las carreras que desempeñan mujeres y hombres; las ciencias físico-matemáticas e ingenierías, las ciencias “duras” –y en el nombre Keller advierte una metáfora sexual– siguen dominadas por hombres. Las posiciones de poder dentro de instituciones de investigación, la organización de comités científicos y dictámenes de publicaciones, siguen siendo puestos de exclusión para las mujeres. De ahí que Blázquez señala que la incorporación de las mujeres no pueda ser reducida al ingreso a instituciones educativas superiores, sino en puestos que les permitan tomar decisiones sobre la dirección de sus campos de estudio. La influencia de las mujeres en la ciencia es lo que esta autora denomina como “el retorno de las brujas”.

Las críticas feministas a la ciencia replantean teorías, procedimientos, metodologías, diseños de investigación, etcétera, que parten de sesgos sexistas y en la pretendida objetividad científica perpetúan tales prejuicios. Blázquez señala que la crítica proviene de dos ámbitos del conocimiento: la primera surge de la incorporación de científicas feministas quienes han tomado la batuta desde sus campos de estudio para evidenciar, denunciar o corregir aspectos relacionados con estos sesgos en sus disciplinas. “La segunda se refiere a las críticas de orden más conceptual hechas a la objetividad, la racionalidad, la neutralidad y la orientación de la ciencia. La crítica feminista muestra que el sujeto de la ciencia ha sido tradicionalmente un sujeto masculino, considerado como sujeto incondicionado y universal” (14).

Esto conduce a la formulación de epistemologías feministas que toman con especial relevancia las condiciones históricas y sociales en la práctica científica y los valores que permean las decisiones en las investigaciones. Al cuestionar la autoridad epistémica en el discurso científico, reconocer quién es quien que se pronuncia y desde donde, impide su transparencia, se le obliga a reconocer y poner cuerpo al agente científico, no puede ser más el ventrílocuo del fenómeno en su aparente falta de pasión. 

En la elaboración de estas epistemologías feministas existen variadas aportaciones o corrientes, las cuales seguiremos en la enunciación elaborada por Blázquez. La teoría del punto de vista feminista considera que las mujeres tienen una óptica diferente desde su posicionamiento social que les permite elaborar una crítica más realista a las situaciones actuales. No hay una localización ideal desde dónde hacer ciencia, pero algunas sí son mejores que otras, en cuanto tienen un carácter más próximo a una justicia social.

Sin embargo, al colocar preponderantemente la visión feminista intentando denunciar así la inexistencia de una localización epistemológica ideal, están volviendo privilegiada tal perspectiva, más aún, corren el riesgo de caer en esencialismos donde afirmarían que hay modos específicos de conocer para hombres y para mujeres; “sobre la epistemología del punto de vista se debe recordar que hereda la visión marxista acerca de que los grupos dominantes generan conocimientos perversos y que los grupos subyugados abren la posibilidad de un conocimiento menos perverso y parcial” (15).

El posmodernismo feminista realiza una crítica al esencialismo de la categoría de mujer que ha justificado su opresión. Coincide con el punto de vista privilegiado argumentando la falta de objetividad ante la pluralidad epistemológica de perspectivas, que no resulta inmutable entre los individuos y su cultura, género, etcétera, sino que pueden elegir cambiarla. La crítica realizada a este posicionamiento es su cercanía a un relativismo (16). Haraway considera que el relativismo es el espejo gemelo del totalitarismo en sus efectos, en cuanto pretende estar en todas partes sin estar en ninguna (17).

Por otra parte, el empirismo feminista considera que se puede acceder a un tipo de objetividad sin sesgos sexistas refiriéndose únicamente a los eventos observables, regresando a la raíz filosófica del empirismo. Es pertinente señalar el parecido que intenta mantener con el testigo modesto; considero que el empirismo feminista es una búsqueda de transparencia, una homologación con el fantasma. El empirismo feminista pretende hacer uso de la experiencia como legitimadora epistemológica, desprendiéndose de la visión privilegiada y del posmodernismo feminista, y postula que los sesgos pueden ser eliminados de la práctica científica, asumiendo la carga teórica de la observación pero postulando su corrección en manos de científicos y científicas conscientes. “Si una teoría feminista o sexista es verdadera o falsa, dependerá de la investigación empírica informada por normas epistémicas, normas que por sí mismas pueden reformarse a la luz de las teorías que generan” (18).

Pero de acuerdo con lo mencionado sobre la objetividad, coincidimos en que es una expresión de una subjetividad específica, y no la ausencia de intencionalidad o subjetividad. Como hace hincapié Fox Keller: en la proyección del desinterés, la autonomía y la alienación se expresa una subjetividad peculiar que reviste la actividad científica. “Las conexiones entre nuestra subjetividad y nuestra ciencia son sutiles y complejas, pero una parte central de mi argumentación es que de forma crucial están mediadas (y son mantenidas) por la ideología que niega su existencia” (19). Después de evidenciar la no-neutralidad de la ciencia, resulta un retroceso insistir en la mirada imparcial, en el empirismo sin carga teórica o de género.

Haraway nos insta en los distintos textos de “Ciencia, cyborg y mujeres. La reinvención de la naturaleza” a abandonar los posicionamientos ingenuos, a dejar de fingir inocencia de nuestra postura; Haraway nos llama a aceptarlos y situarnos desde nuestra parcialidad. “Yo quisiera una doctrina de la objetividad encarnada que acomode proyectos de ciencia feminista paradójicos y críticos: la objetividad feminista significa, sencillamente, conocimientos situados” (20). Hay que aprender a ubicar los ojos, la objetividad viene de desconocer el punto desde donde se observa, es una ilusión óptica, hay que tener presente las cuencas oculares que restringen y que acotan y que esto no tiene por que ser ningún mal: “¿Con la sangre de quién se crearon mis ojos?” (21). Hay que devolverle la mirada al observador, para hacerle notar que es visible y está localizado, que existe y que no es un fantasma.

La mirada de quienes se rebelan proviene de abajo, el punto de vista de los subyugados es preferida por su germen de apertura y de transformación al mundo; sin embargo, no debe de estar exenta del escrutinio crítico, aunque seamos nosotras las principales habitantes de este subterráneo (22). Es esto una renuncia al punto de vista privilegiado y al empirismo feminista; no hay una opción especialmente elegible ni por su origen de grupos oprimidos ni por su fingida falta de parcialidad. Hay que reconocer y localizar la vista. 

La propuesta de conocimientos situados no pretende abrigar a todos los puntos de vista, a todas las perspectivas de los subyugados, sino reconocer la parcialidad de cada discurso sin traicionarlo haciéndose pasar por él, intentando recrear una versión que encaje con el todo (desarticulando y engullendo), asimilarlo, haciéndole perder caracterización. No, por el contrario, hay que procurar unirse a la perspectiva sin pretender ser otro. Infiero en esto un acto de empatía, no la asimilación del otro, pretendiendo la totalización ni tampoco la diferenciación tajante y la multiplicidad infinita de perspectivas inconexas; la radical apuesta es ser acompañada desde otras narraciones de la realidad. 

En conclusión, pienso que la visión de las brujas debe ser la semejante a la de los cyborgs: cyborg-brujas. Por brujas comprendemos a las mujeres que retornan a la creación y práctica de la ciencia y por cyborg, este organismo cibernético en la red del circuito integrado, criatura fronteriza entre la máquina y la ficción (23). Ambos personajes hermanan mitos, miedos velados en la tradición científica, figuras que personifican movimientos y resistencia a la visión totalizadora, y nos ofrecen un nuevo lugar desde donde ver.

Ambas figuras buscan escapar a la clasificación dicotómica occidental, portando la mirada de la marginación; de quienes surgen de los márgenes narrativos e históricos, no me parece descabellado pensar en las brujas-cyborg si en un inicio la ficción del cyborg se sustentó en las disidencias. Los conocimientos situados me parecen actividades de los cyborgs, pues como denunciaba Haraway, no tienen un Edén que añorar ni al cual volver, no hay una objetividad que ilumine y comprenda en sí misma todo discurso; las brujas-cyborg son las que hacen ciencia sin pretender una objetividad de dominación, son quienes han renunciado al Edén de la objetividad del testigo modesto. En ello consistiría la nueva forma de ver de las brujas. ·

Notas y referencias bibliográficas

(1) Donna Haraway, “Testigo_Modesto@Segundo_Milenio” en The Haraway Reader, 2004, p. 15.

(2) Idem, p. 17.

(3) Evelyn Fox Keller, Reflexiones sobre género y ciencia, Edicions Alfons el Magnánim, 1991, p. 84.

(4) Haraway, «Testigo_Modesto@Segundo_Milenio», p. 18.

(5) Ibidem.

(6) Norma Blázquez, El retorno de las brujas: incorporación, aportaciones y críticas de las mujeres a la ciencia, UNAM: CEIICH, 2008, p. 28.

(7) Fox Keller, Reflexiones sobre género y ciencia, p. 84.

(8) Blázquez, El retorno de las brujas, pp. 31-32.

(9) Idem, p. 26.

(10) Idem, p. 18.

(11) Haraway, «Testigo_Modesto», p. 25.

(12) Fox Keller, Reflexiones sobre género y ciencia, p. 87.

(13)  Haraway, «Testigo_Modesto», p. 23.

(14) Blázquez, El retorno de las brujas, p. 90.

(15) María Schoenstatt Lara Trenado, Donna Haraway en las epistemologías feministas: conocimientos situados como propuesta de objetividad [Tesis de Licenciatura]. Repositorio institucional de la Universidad Autónoma de Querétaro: http://ri-ng.uaq.mx/handle/123456789/3793, 2022, p. 37.

(16) Blázquez, El retorno de las brujas, pp. 115- 116.

(17) Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Ediciones Cátedra, 1995, p. 329.

(18) Blázquez, El retorno de las brujas, p. 117. 

(19) Fox Keller, Reflexiones sobre género y ciencia, p. 78.

(20) Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres, p. 324.

(21) Idem, p. 330.

(22) Idem, p. 328.

(23) Idem, p. 251.

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