Ojalá que nuestros deseos nunca se hagan realidad

“La libertad ilimitada del deseo significa la negación del otro y la supresión de la piedad”

Albert Camus

Me encontraba una noche navegando por la vieja red social Facebook cuando, de repente, una página sugerida compartió una imagen que contenía la siguiente frase: “El punto, tal como Karl Marx lo vio, es que los sueños nunca se hagan realidad”. De inmediato, conecté esta frase con una intuición que venía pensando de hace tiempo. Supuestamente, en la página donde encontré la frase, ésta estaba atribuida a la filósofa Hannah Arendt, situación que me dejó dubitativo y curioso. En los últimos años, he sido un ávido lector de las obras de Marx y de Arendt; sin embargo, no recuerdo haberme topado con esta frase en alguna de mis lecturas. Por supuesto, lo primero que pensé es que dicha frase podría encontrarse en algún libro (de los mismos autores o escrito por algún tercero), inclusivo en un diario o correspondencia con los que no he tenido la suerte de encontrarme. En ese momento, consideré la posibilidad de que la frase fuera apócrifa; fue entonces cuando acudí a un par de amigos filósofos y a otro antropólogo quienes han leído y conocen a profundidad tanto las obras directas de Arendt como las de Marx. Compartí con ellos la frase y mi duda y me respondieron que no recordaban haberla leído y que tampoco les sonaba familiar. Por el momento no he podido dar con la verdad detrás de esta frase.[1]

No obstante, independientemente de si fueron Marx o Arendt quienes pronunciaron estas palabras, la frase, que como mencioné anteriormente, era una inquietud que había pensado tiempo atrás, me sirve como punto de partida para describir un fenómeno moderno nada nuevo: cómo las sociedades y el sistema capitalistas fomentan ciertas aspiraciones y sueños estrechamente relacionados a su racionalidad, “porque los mercados no sólo distribuyen bienes, sino que también expresan y promueven ciertas actitudes respecto a las cosas que se intercambian” (Sandel, 2012, p. 17) Me parece importante resaltar e indagar en este fenómeno porque a veces pensamos en nuestros sueños y deseos como meras preferencias y no como productos de una racionalidad capitalista.

¿Qué es el deseo?

Desear es carecer, nos dice la tradición platónica. Desear es querer lo que no se tiene, porque lo que se tiene ya no se desea. “Porque no se puede carecer de lo que se posee”, es la respuesta de Sócrates a Agatón en la obra Banquete de Platón cuando discuten sobre qué es el deseo. Según Platón, desear es siempre esperar algo futuro, es decir, algo que no se tiene en el presente. El deseo platónico nos condena a un idealismo; lo que se desea nunca se encuentra aquí, porque si se encontrara, no se podría desear. Deseamos lo que no tenemos, lo que nos falta. ¿No es esta forma de desear la que aún rige en nuestros tiempos? “Cuando pueda comprar ese carro, seré feliz; cuando pueda obtener ese nuevo modelo de iPhone, seré feliz; cuando esta persona me ame, entonces seré feliz; cuando sea feliz, entonces seré feliz”. Y peor aún, si alguno de estos deseos se cumpliera, igualmente no seríamos felices, porque solo podemos desear lo que carecemos.                        Precisamente por esta falta, el deseo es una seria preocupación, no solo porque esta forma platónica de desear se alinea con las dinámicas del capitalismo actual, sino también porque el deseo es la pequeña zanahoria que perseguimos entre unas zanahorias aún más grandes: la felicidad y el yo.

Todos nuestros intentos de satisfacer nuestros deseos están anclados en estas dos cuestiones, que por lo general están relacionadas. Uno desea para obtener lo que carece, pero ¿de qué carece? No todos carecen de lo mismo; por eso, el deseo, al igual que el conocimiento, es un autoconocimiento, como decía mi profesor del posgrado: No son las estrellas las que se asombran al ser observadas por Tales de Mileto, es Tales de Mileto el que se asombra al observar las estrellas. De la misma manera, no es el iPhone el que se asombra al ser comprado por alguien, es esa persona la que se asombra al comprar un iPhone. “¿Por qué quieres un iPhone? Porque lo deseo, ¿y por qué lo deseo? Porque lo carezco”. Esto significa que solo puedo desear lo que no tengo y lo que sé que carezco. Probablemente carezco de miles de cosas, pero solo es un deseo en tanto que reconozco esa carencia, en tanto que sé que no lo tengo y en tanto que conozco aquello que quiero. Por eso, el deseo es un conocimiento de uno mismo sobre una falta constante. Quizás este es el mal moderno: si el deseo es reconocimiento, pero deseo todo y lo mismo, entonces soy nada.

El deseo es una fuerza interna que se exterioriza; aquello que deseamos implica una revelación de la racionalidad con la que operamos y, por tanto, de quiénes somos. Pero, ¿realmente sabemos quiénes somos?

“El hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear. Saber lo que uno realmente quiere no es cosa tan fácil como algunos creen, sino que representa uno de los problemas más complejos que enfrentan al ser humano”. (Fromm, 1941, p. 289)

Saber lo que uno realmente desea resulta una tarea muy complicada. El deseo, por lo general, parece no ser un simple desconocimiento sobre una carencia, sino más bien una carencia artificial, una serie de imposiciones y asunciones que perversamente acabamos suponiendo como propias, las cuales influyen en quienes somos y nuestro actuar en el mundo. ¿Qué pasa, entonces, cuando nuestros deseos son constituidos por una “racionalidad instrumental”?  Es decir, cuando éstos están dictados, social y culturalmente, por cierta lógica y racionalidad de consumo, de posesión, de estatus que nos lleva a abrazar una noción de éxito definida por criterios muy cuestionables. Por ejemplo, cuando afirmamos que el emprendedor “exitoso” es aquel que posee muchas fábricas y empresas, y no aquel que quizá pudiera tener una menor cantidad de éstas, pero pague salarios dignos y los impuestos correspondientes, afirmamos una valoración del éxito sumamente problemática. Pensar de esta manera el éxito, es decir entenderlo como “tener más”, como fin sin importar los medios, ha impactado a tal grado en nuestras sociedades que las personas parecen desear ciertos objetos de consumo sin importar que el precio a pagar sean ellos mismos; razón no le falta a Mark Fisher (2020, p. 21) cuando escribe, “En estas condiciones incluso el éxito es una forma de fracaso desde el momento en que tener éxito solo significa convertirse en la nueva presa que el sistema quiere devorar”.

Esto explica por qué miles de personas “desean” carros de lujo cada vez más costosos y veloces en lugar de mejores políticas para el transporte público, que no solo disminuirían el tráfico, sino también tendrían un impacto positivo y significativo sobre el medio ambiente. También da cuenta de por qué la mayoría de los adolescentes occidentales obedecen a un orden simbólico de consumo en el que, casualmente, todos o casi todos tienen el mismo deseo de “éxito”; uno que termina por entenderse como la posesión de autos de lujo, mansiones, joyas, ropa de marca y chicas cosificadas.        

Parecería que la gente no da cuenta de que sus deseos son también una confesión de su carácter personal. Para la persona ingenua, cuando alguien desea una mansión, simplemente desea una mansión, tiene una preferencia sobre otra y ya está; sin embargo, la realidad es más compleja. En primer lugar, la razón detrás de lo que deseamos cobra vida en contextos materiales y contingentes muy particulares: el deseo no nace de estallidos aislados, sino en cuestión de la clase de criatura que somos y la clase de sociedades en las que vivimos, como escribió Karl Marx (1968, p. 100) “No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino por el contrario, el ser social lo que determina la conciencia”                              No es casualidad que hoy en día nadie desee ni sueñe con ser gladiador o farolero; la posibilidad de existencia de estas actividades implicaba una serie de cuestiones y necesidades sociales muy particulares respecto a su razón de existir.     Pregúntese: ¿Por qué alguien desearía una mansión sobre una casa? Una persona ingenua probablemente responderá que tener una mansión sería un sueño, ya que esto le haría muy feliz. No obstante, la pregunta de fondo es: ¿Por qué alguien sería feliz con eso? Esta es la cuestión relevante. La “felicidad” de este individuo o lo que entiende por felicidad, radica entonces en el hecho de poseer una propiedad privada de un tamaño desproporcional.

Quisiera aclarar que no se está defendiendo aquí una vieja y ortodoxa visión socialista sobre la vivienda. Sabemos perfectamente que no necesitamos que todos tengan exactamente lo mismo y que vivan en casas y diseños idénticos; eso sería una caricatura, como lo explicaba bien el propio Marx en su crítica al programa de Gotha (1977, p. 12) “De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades”. Es más que evidente que las personas tienen diferentes necesidades de acuerdo a contextos muy específicos. Sin embargo, una cosa es que hayan diferentes tamaños y diseños de viviendas, y otra muy diferente es que unos pocos tengan cuatro canchas de tenis profesional en su casa, además de avión privado, mientras que otros 15.3 millones de mexicanos ni siquiera tienen un hogar. 

Continuando con el ejemplo de encontrar la felicidad en una casa de tamaño desproporcional podría aventurarme a afirmar lo siguiente. En primer lugar, este deseo sugiere que la felicidad está en un espacio gigantesco; que más es siempre y necesariamente mejor; así, la acumulación se convierte en un ideal que queda implícito, no importa el impacto que tenga este estilo de vida, no importa la correlación habida entre la existencia de posibilidad de este estilo de vida y la de la pobreza. Lo importante es que, si puedo tenerla, debo elegir siempre esta manera de vida. El éxito se asume como “más” y a cualquier costo, sin la posibilidad de elegir vivir de otra forma. Además, este estilo de vida enfatiza que la posesión de dichos objetos y espacios no es lo único que importa, sino que también es fundamental el estatus que éstos otorgan (el fetichismo). Estos deseos conllevan, entonces, una racionalidad que les hace operar y funcionar, la cual se manifiesta en un orden simbólico perverso expuesto detrás de los deseos de quienes habitamos las sociedades capitalistas modernas, una carencia eterna y devoradora.             

El deseo como emergencia social                                                                                                                            Aunque nuestros deseos y sueños suelen pasar desapercibidos como simples “preferencias”,  el deseo no es una mera cuestión aislada ni es un simple pensamiento etéreo del que debiéramos despreocuparnos. Como dice Godfrey Guillaumin: “No hay idea por muy abstracta que sea, que no esté ligada, directa o indirectamente a asuntos humanos específicos.” (2005, p. 66)                    El deseo quizá no nace, pero emerge a través de toda una tradición histórica, social y cultural en la que la subjetivad y contingencia juegan un papel importante. Estos deseos moldeados y adquiridos dan paso a un ritual sagrado del sistema capitalista: el nacimiento de una carencia perversa y eterna. Son carencias y deseos que responden a emergencias sociales contingentes, pero no arbitrarias, a dinámicas de poder que entienden perfectamente que no se requiere ordenar qué desear, sino que éste emane por “cuenta de uno mismo”. Por eso, Michel Focault (1980, p. 107) nos dice con respecto al poder: “Si es fuerte, es debido a que produce efectos positivos a nivel del deseo —esto comienza a saberse— y también a nivel del saber. El poder, lejos de estorbar al saber, lo produce.” En este caso, el deseo, lejos de estorbar al poder, lo produce y reproduce para su normalización. Es por eso que uno puede desear incluso a expensas de uno mismo, de quienes nos rodean, o del mismo planeta que habitamos. Muchos de nuestros deseos no son nuestros, es decir, todo deseo solo puede venir de quien manifiesta dicha carencia, y en ese sentido, por supuesto, que los deseos solo pueden ser nuestros. Sin embargo, la existencia de esa carencia que brota en nosotros no proviene solo de uno mismo; no es lo mismo espontaneidad que gestación. Sin embargo, no hay forma de distinguir un deseo propio y uno que no lo es; justo ahí radica el poder sobre la subjetividad; todo deseo, incluso uno que podría estar en contra de mis intereses es uno propio. De ahí la importancia de conocerse a uno mismo y, en este caso, elegirse a sí mismo. Según Kierkegaard, no somos algo dado, sino algo que hacemos de nosotros. En sus propias palabras: “El yo es la síntesis consciente de infinitud y finitud, que se relaciona consigo misma, y cuya tarea consiste en llegar a ser sí misma” (1984, p. 5)  Hacernos implica el trabajo de conocernos. Para Søren Kierkegaard, hay dos individuos (en realidad son tres estadios, pero solo me interesa hablar de los primeros dos): uno determinado por su interioridad y otro por su exterioridad. Este último es el del esteta, quien ha sido formado exclusivamente por su entorno y nada más. En consecuencia, su meta es la relación con el goce en sí y, en este sentido, está desinteresado de sí mismo. De esta forma, se convierte en esclavo de sus deseos dictados por el exterior y no por su interior. La esfera estética es la esfera de la inmediatez, lo es porque es donde uno accede al mundo de forma directa, no hay elección ni reflexión alguna, es una mera respuesta automática a estímulos. La persona que vive de esta forma se toma a sí mismo como algo ya dado, que al exponerse a ciertas circunstancias externas que le rodean trata de satisfacer el mayor número de deseos posibles. Los deseos y uno mismo serán los que se presenten de forma inmediata. Por eso el danés equipara la inmediatez con un espíritu inconsciente de sí mismo: “El espíritu está presente en la síntesis, pero como algo inmediato, como algo que está soñando” (1844, p. 43)     Por otro lado, está el individuo determinado por su interioridad, aquel que se ha explorado a sí mismo y “penetra con su conciencia su entera concreción (…) se conoce a sí mismo”. Este individuo ético se relaciona de manera activa con sus experiencias internas, su espíritu ha despertado para hacerse a sí mismo y tiene la capacidad de aceptar o rechazar activamente sus pasiones, ideas, y en este caso particular, sus deseos. No es un conocimiento teórico puro ni una contemplación pasiva del ser, por lo cual no basta con memorizar o meditar. Es un conocimiento existencial basado de la relación con uno mismo. Puede intervenir activamente dentro de sí y, con ello, desear de forma distinta. Solo puede actuar éticamente y desear de forma consciente quien se conoce a sí mismo y, por tanto, se elige a sí mismo. De lo contrario, uno permanece dormido, sumergido en la pura exterioridad.

Hace unos días, vi en TikTok un video de un joven llamado Justin Schmidt. En dicho video emplea la misma dinámica que en el resto de sus videos: pide a uno, dos o varios desconocidos en Internet (que trabajan en conjunto) que mencionen palabras para llenar los espacios en blanco de pequeños textos que en cada video son distintos. Una vez completado el texto, Schmidt lo imprime sobre una superficie, ya sea una playera o una cartulina, y procede a realizar y a grabar lo que el texto indique; el contenido final, editado, lo publica en TikTok. A continuación muestro el texto del video que vi:

TODAY I USED A _________________ TO DESTROY AN ENTIRE_______________ WHILE EATING__________HOY USÉ UN _________________ PARA DESTRUIR POR COMPLETO UN _______________ MIENTRAS COMO__________

En este video, Schmidt le pidió a dos chicas que llenaran los espacios en blanco, y ellas eligieron las palabras: tank (tanque), car (coche), Doritos, respectivamente. El chico procedió a conseguir todo lo de la lista para cumplir con la promesa de su contenido: Today I used a tank to destroy an entire car while eating Doritos (Hoy usé un tanque para destruir por completo un auto mientras como Doritos). Al final del video, observamos cómo Schmidt aplasta un coche viejo con un tanque de guerra sin cañón mientras come el contenido de una bolsa de Doritos.              Después de observar este video, me invadieron muchas dudas: ¿qué desean estas personas?, ¿qué clase de sociedad le permite a un tiktoker acceder a un tanque de guerra y a un auto –suponiendo, espero por favor, viejo y descompuesto– para aplastarlo?, ¿qué clase de condiciones materiales hacen posible que un chico en TikTok pueda cumplir y satisfacer este tipo de deseos?                                    Dicho así, desde esta perspectiva, y la de otras personas que comparten la racionalidad capitalista, deseo fervientemente que sus sueños nunca se hagan realidad. Ojalá que nuestros deseos no se cumplan nunca. Para vivir en un mundo más equitativo, digno y justo para todos sus habitantes, es necesario que muchos de nuestros deseos jamás se cumplan. Para vivir en un mundo mejor, tendríamos que entender que nada nos pertenece. En palabras de Herman Hesse: “Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte”. (2021, p. 311)

Otra forma de desear

Debemos aprender a desear de otra forma, una menos capitalista. Un deseo más activo podría permitir un enriquecimiento propio y, por tanto, el de los demás. André Comte-Sponville lo llama desear de una forma “spinozista”, es decir, una manera de desear no en la carencia, sino en lo presente. “Se trata de realizar una conversión del deseo (…) Aprender a desear lo que sí depende de nosotros, se trata de aprender a desear lo que es, mejor que desear siempre lo que no es” (2001, p. 77).      El deseo como voluntad, es decir, un deseo cuya satisfacción dependa de nosotros, esto no en un sentido meritocrático, ni tampoco uno que ignore las condiciones materiales que sin duda alguna clausuran muchas posibilidades de condición para  una vida digna. Hablo de un deseo genuinamente activo, uno que depende de conocer y pensar, que depende de actuar y que depende de amar.

“Se trata, en el orden teórico, de creer un poco menos y de conocer un poco más. En el orden práctico, político, ético, se trata de esperar un poco menos y de actuar un poco más. Por último, en el orden afectivo o espiritual, se trata de esperar un poco menos y de amar un poco más” (Sponville, 2001, p. 79)

Por ejemplo, cuando deseamos tener automóviles no estamos deseando únicamente eso. Dicho deseo presupone ciudades diseñadas para éstos, no importa cuánto contaminen y cuánto tráfico sigan generando; los fondos públicos, por tanto, se destinan a la constante expansión de caminos de concreto que alivian la concentración vial por tan solo un par de años, hasta que el tráfico regresa y empeora. Hace mucho que los coches dejaron de ser medios y se convirtieron en fines en sí mismos. No deberíamos desear de manera tan cínica tenerlos, y menos aún poder cumplir estos deseos. No es el deseo en sentido abstracto el problema, sino las implicaciones concretas que conlleva.                          Un deseo activo, de voluntad, buscaría, en primer lugar, conocer; conocerse a sí mismo para poder desear de forma más genuina y conocer para entender y pensar sobre este tema. Al hacerlo, muy probablemente se arribe a la conclusión de que es problemático que las ciudades estén pensadas para el coche y no el ciudadano. En segundo lugar, buscaríamos por medio de la acción cambios a esta problemática, y esto involucra cambios de todo tipo; quizás ahora se use el transporte público más seguido, quizás ahora se apoye a políticos que promuevan propuestas para la mejora del transporte o rediseño de zonas para reducir el área que ocupa un coche. Tal vez nos encontremos en una situación específica en la que nos vemos forzados a usar el coche para poder continuar con nuestra vida, pero quizá se pueda procurar usarlo menos cuando no es necesario o invitar a otros que compartan nuestra misma ruta. En resumen, un deseo activo puede conllevar a acciones políticas, individuales y sociales que tengan un impacto significativo.                Finalmente, mi deseo no es una carencia, sino una potencia. Como no me falta, no lo requiero. Immanuel Kant decía que la riqueza esta no en lo que tenemos, sino en lo que podemos prescindir. Con esto, no quiero decir que debes mudarte a una cabaña en el bosque ni mucho menos, pero sí que evaluemos la clase de consumidores que somos. ¿En verdad deseas una Suburban? ¿En verdad deseas ese Iphone nuevo cuando tienes uno en perfecto estado? ¿No te parece ni un poco problemático la cantidad de agua que se requiere para que exista el golf? “Lo que les falta no es la carencia, sino la potencia de gozar de lo que no falta” (Sponville, 2001, p. 71)                  En fin, esta nueva forma de desear no es una mera esperanza que tanto daño a hecho a quienes no pueden esperar nuestra ayuda, sino una forma más activa de desear, gozar y, por tanto de ser. No creo que el deseo activo sea una solución final, y espero no se malinterprete como un ascetismo vulgar o una despolitización, sino como un manera revolucionara y nada nueva de aprender a desear, de aprender a amar.       Todo deseo es una confesión, una evidencia de lo que quiero y anhelo. Por esta razón, todo deseo desnuda en cuanto es enunciado y dirige en cuanto es proyectado. Todo deseo es movimiento en el presente, de mi yo con otros. El deseo se produce en el encuentro con otro, y lo que uno desea para sí mismo se puede desear por todos, pero se reproduce solo para unos pocos. El deseo es una máscara que revela quienes somos. Tengamos cuidado con lo que deseamos porque se puede cumplir.

Referencias:

Arendt, H. (2005). Sobre la Violencia. Madrid: Ediciones Alianza

Fisher, M. (2016). Realismo Capitalista. UK: Ediciones Caja Negra

Foucault, M. (1979). Microfísica del poder. Madrid: Ediciones De la piqueta

Fromm, E. (1941). El miedo a la libertad. Buenos Aires: Ediciones Paidos

Godfrey, G. (2005). El surgimiento de la noción de evidencia. CDMX Ediciones UNAM

Herman, H. (2021). El lobo estepario. Ediciones Colección Fractal

Kierkegaard, S. (1984). La enfermedad mortal. Ediciones Asociación Chercoles

Kierkegaard, S. (2013). El concepto de la angustia. Ediciones Alianza

Marx, C. (1962). Escritos económicos varios. México: Ediciones Grijalbo

Marx, K. (1977). Crítica del programa de Gotha. Ediciones Progreso

Platón (2013). El banquete. Madrid. Ediciones Alianza

Sandel, M. J. (2019). Lo que el dinero no puede comprar. Barcelona: Ediciones PRH

Sponville, A.C. (2001). La felicidad desesperadamente. España: Ediciones Paidós


[1] Meses después se me hizo saber que la cita aparece en el texto “Sobre la violencia” de Hannah Arendt, sin embargo esta aparece en la versión en español de Alianza traducida de la siguiente manera: “La realidad como la ve Marx, es que los sueños jamás lleguen a ser ciertos”, pero leyendo el texto en su versión en inglés y tomando en cuenta el contexto del texto, una traducción más fiel en efecto hubiera sido la que se cita en este ensayo.

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