Texto y voz: José María Urrutia
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“…llegamos a un mundo ambivalente, un mundo que se
está haciendo y que nunca está completamente terminado.
Nuestra vida tiene posibilidades, aunque no absolutas.”
Joan-Carles Mèlich
– El hubiera no existe – sentencia alguien cuando hay un quejo de arrepentimiento por una decisión que suscitó en el pasado. La voz carraspea con halos de melancolía, enunciando una oración y encomendando una sola tarea: eliminar la contingencia junto con todo rastro de posibilidad, olvidando que nuestra vida es una serie incierta de eventos efímeros. Somos lo que somos y también lo que no somos; somos aquellas decisiones que no fueron elegidas, las ausencias que siguen presentes, significándonos. ¿Qué pasaría si nuestra sentencia se volviera realidad?
Buscar una reducción de la contingencia es una tendencia hacia la seguridad, negando la incertidumbre y el azar en el que nuestras vidas acontecen. El filósofo José Mendívil (2004) preguntaría: “¿hasta dónde podemos permanecer idénticos a nosotros mismos, sosteniendo una identidad moral, en una sociedad de identidades múltiples y en buena medida fragmentaria?” Nuestra contingencia también es una muestra de la constante construcción de nuestro ser cambiante, que está transitando siempre en la tensión de ser y no-ser, influenciado por la experiencia de la vida que acontece cada día, pero también por la memoria, el olvido y las ausencias. No hay entonces algo garante de un sentido inamovible, puesto que está dentro del dominio de lo contingente, de lo posible; “en el todo del ser hay multiplicidad, hay devenir, hay azar; y en el dominio de la vida humana existe lo imprevisible y lo irracional”, señala Pierre Aubenque (1985). En este sentido, el “hubiera” se presenta como el verbo de lo contingente, algo que fue de una manera, pero podría haber sido de otra, una materialización verbal, una conjugación de un tiempo posible. Por eso llama mi atención su rechazo por algunas personas, siendo una expresión que es parte del habla coloquial.
Aparece la duda: ¿Qué ocurriría en un mundo en el que, verdaderamente, el “hubiera” no existiera? Donde nuestra negativa a la posibilidad nos dejara sin opciones; un lugar en el que la nostalgia no tuviera lugar, porque solo un único camino sería transitable; un tiempo en el que el devenir fuera un horizonte claro; vivir no sería más que edificaciones perdurables, las ruinas – aquellos remanentes de lo que fue – cesarían de existir. ¿Cómo sería la cotidianidad? ¿A dónde quedaría relegada la poesía que anhela lo que no sucedió? ¿Habría corazones rotos? ¿Cómo viviríamos un duelo? Jaime Sabines no hubiera buscado la receta para curarse del desamor si ese final no guardara el anhelo de una posibilidad distinta. Negar el “hubiera”, es negarnos a nosotros mismos.
En donde vivo hay un andador en el centro de la ciudad que siempre pensé como un muro de lo posible. Sobre los muros del Andador Matamoros hay frases, ilustraciones, poemas, dedicatorias, mensajes de hartazgo – pedazo de cemento que sostiene las vidas de quienes se plasman en ella, y también, de quienes nos detenemos a ver. Al igual que nosotros, el muro muta, cambia, olvida y vive. Cada cierto tiempo es repintado, pero siempre llegan nuevos trazos, e incluso, de vez en cuando, se asoman los viejos, haciéndonos recordar lo que decían y lo que nos decían. Ese pequeño rincón está sujeto a nuestras contingencias, individuales y colectivas, un día es de una forma, otro cambia, siempre con la posibilidad abierta y dejando de ser, porque “el mundo no es sino perenne agitación […] no es raro… que el azar tenga tanto poder sobre nosotros, puesto que por azar vivimos”, escribió Michel de Montaigne[1].
Negar lo posible es parte del anhelo de ubicuidad. Vivimos en una temporalidad que demanda certeza, exige seguridad, y desdeña la duda. El mundo pareciera tener un solo tiempo acelerado que no deja lugar al pensar. La configuración social contemporánea se rige por marchas relámpago que alejan de nosotros el anhelo de una vida diferente, aquella es arrebatada desde el lenguaje y el pensamiento. Estamos en camino a vivir en una sociedad sin hubiera, aquella que no cuestiona, que no acepta ni imagina nuevas posibilidades, que no se atreve a hacer disensos, a proponer nuevas formas, que niega su contingencia. Aceptamos el mundo tal y como se nos presenta, pero olvidamos que éste también cambia, se transforma a ritmos que son imposibles de seguir, llegan nuevos espacios: la realidad ahora también se vive en el mundo virtual, los avances tecnológicos modifican al ecosistema, la misma concepción de humanidad está puesta en duda.
¿Serán estas las mejores posibilidades? ¿Existirán otras? Habitar estas cuestiones es darle lugar a la posibilidad y al anhelo, al hubiera, tomando así la oportunidad de replantearnos ante un mundo que construimos en conjunto.
Apropiémonos de nuestro existir afirmando la contingencia.
Textos mencionados:
Mendívil, J. (2004). Ética y contingencia.
Aubenque, P. (1985). Prólogo a Aristóteles: sabiduría y felicidad, de J. Montoya y J. Conill.
[1] Cita recuperada de Mendívil (2004, p. 45)