La ‘ira transitoria’ como reformulación de la ‘ética del cuidado’

La ética del cuidado es una propuesta feminista realizada por la investigadora Carol Gilligan, donde enfoca en las problemáticas del estado de bienestar y la forma en que éste se obtiene. Desde la perspectiva de Gilligan, la ética del cuidado puede conducirnos hacía una democracia pluralista, con voces de resistencia, que evite la polarización y la segregación, pues más bien ofrece una política capaz de reconocer las distintas voces componentes de la sociedad. La ética del cuidado brinda la posibilidad de una democracia que sustenta su política en la diferencia (1).

La ética del cuidado no es una ética femenina, sino feminista, y el feminismo guiado por una ética del cuidado podría considerarse el movimiento de liberación más radical —en el sentido de que llega a la raíz –de la historia de la humanidad (2).

La propuesta de Gilligan no está situada en esencialismos de ponderar a la mujer con una tendencia innata al cuidado y con el deber de extenderla a los hombres, pues cualquier persona es igualmente capaz de prodigar tales cuidados. Debido a ciertos lineamientos patriarcales, los hombres han abandonado valores relacionados con el amor –como lo son los cuidados–, por una actitud de aislamiento y soledad; un estoicismo otorgado por una narrativa patriarcal que las mujeres reconocen con mayor facilidad pero que no significa una superioridad sensitiva ni emocional.

La ira transitoria, por su parte, es un concepto desarrollado por la filósofa Martha Nussbaum, en su libro La ira y el perdón: Resentimiento, generosidad y justicia. En dicho libro, Nussbaum expone las propiedades utilitaristas de la ira, destacando su papel en la exigencia de justicia; pero la ira, al estar asociada con la venganza y la violencia, resulta en un problema normativo. La investigación de Nussbaum apunta a aislar la pretensión de venganza de la ira para emplear esta última en las exigencias sociales. Propone, complementariamente, un estoicismo restringido que busca mantener, en la mayoría de las ocasiones, la actitud estoica frente a daños menores, pero que al mismo tiempo nos permita ser capaces de indignarnos y actuar iracundamente frente a ofensas serias contra personas queridas, incluyéndonos. Nussbaum ve necesario preocuparnos profundamente por elementos que no podemos controlar, como la seguridad y el bienestar de nuestros seres cercanos. Dado que la ira está relacionada estrechamente con la retribución de daños en una sociedad más justa, libre de la afrenta que nosotras o alguna persona que nos importa haya padecido, resulta en la retribución más idónea.

Es por esto último que propongo que la ira transitoria es pertinente para la reestructuración de la ética del cuidado. Como parte de dicho planteamiento, resulta necesario preguntarnos qué relación guardan estas dos posturas éticas, que confluyen en aspectos fundamentales, como el hecho de que sus propuestas confieren a las emociones una relevancia inusitada, que bien, puede ser ampliada para la descripción de un pensamiento sistémico.

Mitología y Ética

Tanto Nussbaum, para explicar la ira transitoria, como Gilligan, para exponer la ética del cuidado, hacen referencia a las tragedias griegas de Esquilo y Eurípides. Nussbaum se centra en la trilogía de Orestes y Gilligan señala, en algunos pasajes, el sacrificio de Ifigenia. Al ser narraciones consecuentes, tomaré la descripción de las tragedias a medida que iré exponiendo los conceptos de las autoras.

Agregar la literatura mitológica en los problemas morales es una propuesta con la que Nussbaum ha trabajado en obras anteriores. “Es así como encuentra en la manera griega de abordar este diálogo, literatura-reflexión moral, un horizonte reflexivo que marcará significativamente el estilo de su pensamiento”. Nussbaum observa en las obras literarias –principalmente en las obras clásicas griegas–, una racionalidad dialéctica que implica una apelación a la emotividad. Puesto que ella desea evidenciar las implicaciones emotivas en los juicios morales, más allá de los dilemas morales –que pueden llegar a ser demasiado genéricos y ofrecen pocas opciones para ejercer la creatividad por falta de información–, las novelas y tragedias le facilitan hacerlo porque generan una empatía en el desarrollo de los personajes y nos permiten tener una respuesta emotiva propia ante el dilema moral.

El método de referir a la literatura tampoco resulta desventajoso para Gilligan, quien estudió literatura inglesa. La obra de Gilligan también cuenta con una amplia referencia literaria, además de un claro desenvolvimiento discursivo sobre las emociones en sus investigaciones en psicología. En su libro La ética del cuidado, Gilligan, además de retomar el relato de Ifigenia, también utiliza la historia bíblica de Isaac, como hijo de Abraham. Aquella primera acepción de coincidencia en el uso de la literatura mitológica entre ambas autoras será sustituida por un método común reflexivo alrededor de la tragedia griega de Ifigenia y Orestes.

La experiencia que Ifigenia e Isaac tenían de sus padres se enmarcaba en su relación con ellos. En la obra de Eurípides, Ifigenia recuerda a Agamenón las palabras que le había dirigido, el amor que le había profesado y la intimidad que compartían. Pero de repente, es como si estas palabras y estas acciones no tuvieran ningún significado. La traición viola postulados muy arraigados de lo que está bien; es espeluznante porque socava los mismos cimientos de la experiencia y destruye nuestra capacidad de confiar en lo que sabemos. Una vez que perdemos la confianza en la voz de la experiencia, somos prisioneros de la voz de la autoridad (4).

Gilligan señala la traición al amor que se realiza en aras del deber, ejemplificándolo en el caso del sacrificio de Ifigenia por Agamenón y en el caso del sacrificio de Isaac por Abraham e indica cómo esta traición contrasta con la experiencia de amor y cuidado recibido como hija e hijo por sus respectivos padres. Se crea entonces una ruptura con la realidad: Ifigenia cuestiona la preponderancia del honor sobre la vida y en sobremanera, de una vida amada. Hay que señalar la particular actitud ante el sacrificio: Isaac no se queja, pues comprende la situación de su padre y el deber que éste tiene que realizar, pues el mandato proviene de una autoridad incuestionable que subyuga las leyes del amor filial. Se le señala manso como cordero y su única preocupación, en cambio, es la aflicción que causará a su madre. Por el contrario, Ifigenia rezonga de la creciente locura del padre, que parece estar sometido a una amnesia perseverante, sin alcanzar a cambiar su opinión: “Siquiera mis palabras pudieran ablandar duros corazones. Pero no tengo más elocuencia que las de mis lágrimas”. Desfalleciendo, siente ira y compasión.

¿En qué consiste la diferencia entre la actitud de Isaac y la de Ifigenia? Hemos de negar desde un inicio cualquier naturaleza esencial conferida a mujeres y hombres. Gilligan nos ofrece la siguiente respuesta: las mujeres inician una vida pública más tardíamente, así que dilatan en someterse a las leyes del padre, las del patriarcado, y pueden observar con detenimiento cómo ese modelo jerárquico entra en conflicto con la experiencia de amor recibida en la esfera privada. Pueden “[…] ver el desfase entre la realidad de las cosas y la versión que se da de las mismas. Por tanto, las mujeres son más proclives a reconocer la falsedad de la narrativa patriarcal, en la que además tienen un menor interés.” Ifigenia comprende el alcance de la traición de las leyes del amor y el engaño enmascarado de ese deber, Isaac no lo hace.

En su libro, Gilligan menciona también el caso de Antígona, quien juzga más valioso el dar sepultura al cuerpo de su hermano, en contraposición al imperativo de Creonte, de dejarlo ser devorado por las bestias. Tanto Antígona como Ifigenia consideran la justicia en relevancia con sus relaciones interpersonales. Para el psicólogo Lawrence Kohlberg, quien fue profesor de Gilligan, tomar en cuenta nuestras relaciones en una deliberación moral es una muestra de inmadurez. La teoría del desarrollo moral de Kohlberg consta de seis etapas y es una profundización de la teoría del desarrollo moral de Jean Piaget. En su teoría, Kohlberg afirma que el último estadio moral se alcanza cuando la justicia se sustenta en la búsqueda de una reciprocidad universal e imparcial. La pretensión de universalidad de este tipo de moral viene de la suspicacia que se tiene a la otra persona: se le evita el daño o se le retribuye el causado, con la imparcialidad como estandarte. Evitar el daño a otro, para así evitar el propio, es la pretensión de la justicia universal, un argumento de disuasión, pero no hay un verdadero acto moral más que la abstinencia; es en última instancia restrictiva. En cambio, las mujeres consideran que dejar al margen a otras personas es a su vez una forma de daño. Las mujeres tienen un interés moral más allá que evitar infringir daño a las demás personas, que es la concepción de otorgar a cada quien lo que le corresponde en una justicia imparcial. Las mujeres se abocan a un fuerte sentimiento de responsabilidad para con los otros, en un acto de dar (7). La anterior es una perspectiva diferente, que permite un mayor marco de actividades con las otras personas, una posibilidad de la construcción de justicia en conjunto a partir de este sentimiento de responsabilidad y cuidado. Privar de cuidados y bienestar, aunque no seamos nosotras quienes lo infligimos directamente, consiste en evadir el interés moral.

La ética del cuidado

Cuando el desarrollo moral está enfocado en las relaciones de responsabilidad y cuidado que se tienen mutuamente –de un dar más que un distribuir–, estamos hablando de una ética del cuidado. En cambio, cuando el desarrollo moral se centra en la comprensión de derechos y reglas, esto con la tendencia a la universalidad, se obtiene una moralidad imparcial. Juzgada desde la ética del cuidado, una moralidad sustentada en la imparcialidad puede resultar negligente: “Ambos se preocupan por evitar un daño pero plantean el problema en formas diferentes: él ve que un daño surge de la expresión de agresión; ella, de una falta de respuesta” (9). Esta inclinación a considerar el aislamiento o vulnerabilidad implicada en la imparcialidad parece un escrúpulo del cual las mujeres no han podido librarse, como el achaque del relativismo que se la hace a la ética del cuidado. Al llegar a la autonomía adulta, en su individualización, la preocupación de una persona por otras y su tendencia al cuidado queda evidenciada como una dependencia y una debilidad, en lugar de señalar la fuerza y entereza que tales trabajos requieren. 

La sensibilidad a las necesidades de los demás y el asumir responsabilidad por cuidar de ellos llevan a las mujeres a escuchar voces distintas de las suyas y a incluir en sus juicios otros puntos de vista. La flaqueza moral de las mujeres se manifiesta en una aparente difusión y confusión de juicio, y resulta así inseparable de la fuerza moral de las mujeres una preocupación predominante por las relaciones y responsabilidades. La renuencia a juzgar a los demás puede indicar el cuidado y la preocupación por otros que caracterizan a la psicología del desarrollo de las mujeres y a ello se debe lo que suele considerarse como problemático con su naturaleza (10).

La voz de Ifigenia es una voz diferente que se pronuncia por la piedad y que resulta extraña a quienes la rodean en el sacrificio, “[…] un silencio impuesto por el deseo de no causar un dolor a otros y también por el temor de que, al hablar, no escucharan su voz” (11). Existe un dominio moral asignado al género: los hombres se ocupan de la esfera pública y el deber social mientras que las mujeres se ocupan de las relaciones de la esfera privada. Unos a la justicia y otras a la piedad. Pero la piedad no significa la permisibilidad en los juicios, sino que exhorta a tener una característica decisiva: la honestidad. 

La mujer, desde esta perspectiva, se cuestiona su responsabilidad relacional con las demás personas y también con ella misma. Debido al concepto rector del cuidado se llegará a la siguiente bifurcación crucial: reconocer hasta qué punto cuidar de los demás le daña y cuándo es una irresponsabilidad no brindar estos cuidados, aunque comprometa su propio bienestar. Gilligan menciona que el juicio de bondad se transforma al llegar a este punto, pues la mujer debe de ser honesta con lo que desea hacer, una honradez consigo misma que le permitirá tener otra perspectiva de análisis de la situación. La verdad se vuelve un criterio del juicio moral: “La norma de juicio pasa, así, de la bondad a la verdad cuando lo moral del acto no se evalúa sobre la base de su apariencia a los ojos de los demás, sino por las realidades de su intención y consecuencia (12). Resulta relevante señalar que Gilligan hace alusión a la honestidad y no al deber. Pues antes que hacer lo que se espera de ellas, las mujeres deben de estar conscientes y dar profunda cuenta de sus acciones; por tal motivo, la sensibilidad y reconocimiento social debe estar desarrollado para comprender las implicaciones y consecuencias de sus juicios.

Recordemos que el acto moral requiere del elemento de la consciencia para poder ser considerado como tal. Hay que plantear que la ética del cuidado, al buscar un criterio como la honradez propia, realiza una reafirmación de la consciencia en el acto moral. Podemos enunciar muchas situaciones en las cuales se cometen injusticias desde un discurso del deber: granaderos atacando estudiantes, soldados transportando personas a campos de concentración e infinidad de crímenes cometidos en guerras y conflictos que son y han sido validados y sostenidos a partir de la normativa patriarcal que señala Gilligan. Agamenón sacrificó a Ifigenia para poder votar las naves argivas al mar e iniciar la guerra y conquista de Troya. El sacrificio de su hija era a todas vistas justificado desde la perspectiva del deber.

Hay que señalar que cualquier situación que implique sacrificio es evidencia de una injusticia. Es una sociedad injusta, entonces, si ésta solicita de las mujeres sacrificios, pues hace patente que les requiere en estado de sumisión y precariedad para su funcionamiento. Y lo que hace más preocupante a este discurso, es que solicitar el autosacrificio es admitir que no hay una disposición social por modificar la estructura de explotación. Por ello, las mujeres que preponderan el cuidado relacional deliberan más y cuestionan su deber, pues la jerarquía de disputa posicional de la normativa patriarcal no es dada para ellas de forma natural e intuyen un daño en la supresión de la supuesta imparcialidad.

La ira transitoria

Si los juicios morales son completamente imparciales y niegan cualquier emoción en su proceso, en primer lugar, hay que cuestionarnos qué es lo que nos llevaría a intentar emitir un juicio que no nos interpele. La justicia y el estado de bienestar están relacionados con emociones alcanzables: seguridad, amor, protección, prosperidad, etc., las cuales requieren del bien común para que sean realizadas o nos enfrentamos a otro tipo de emociones ante su supresión. Mantener el estoicismo en la justicia, siguiendo a Nussbaum, implica dejar de preocuparnos de forma profunda y radical por la justicia social (13). La injusticia debe ser capaz de interpelarnos en lo más hondo, incitarnos a emitir una respuesta negativa primordial desde nuestro sentir, un rechazo – incluso físico– ante la vulneración de nosotras y de las demás personas.

Las emociones tienen relevancia en el planteamiento y resolución de juicios morales. En un principio, porque nos hablan de una relación con el mundo, una apertura al mundo. Las emociones manifiestan un estado actual de respuesta a eventos que realmente están ocurriendo. Las emociones están dirigidas a un objeto, así que al menos, nos dan afirmación de la existencia de tales, nos ponen situacionalmente ante el mundo y sus contingencias, que llegan a vulnerar los proyectos de vida buena de las personas, reconociendo la vulnerabilidad del bien: “[…] las emociones le revelan al agente que su vida es ante todo un conjunto de interacciones de las que no puede prescindir en la prosecución de su proyecto de vida buena” (14).

Las emociones nos brindan la claridad de que nuestros presupuestos a una vida buena pueden ser vulnerados en cualquier momento y que ésta no es imperturbable al devenir de los eventos. Al posicionarse en contra de la supuesta inmutabilidad que tiene la fortuna en nuestra capacidad de ser seres virtuosos, en la búsqueda de la vida buena, Nussbaum sigue a Aristóteles. Estas pretensiones de ser seres virtuosos serán vituperadas de forma constante y las emociones darán cuenta del estado de nuestra pretensión en contraste a las situaciones como realmente se presentan, es decir, realizarán una incisión profunda de la injusticia y la desigualdad. Nuestra pretendida búsqueda de justicia imparcial quedará relegada ante la evidencia de la vulnerabilidad del bien, denunciada por nuestras emociones –como la indignación y la ira–, ante una situación actual.

Nussbaum menciona que aunque el amor es potente movilizador, muchas veces no es suficiente. Podemos buscar tal catalizador en otro tipo de emociones más reactivas –como la ira–, pero conllevan un riesgo mayor de caer en infracciones normativas. Nussbaum propone que si eliminamos la idea de retribución por medio del daño, es decir, la venganza, y nos centramos en evitar que por ningún medio vuelvan a producirse los eventos que rechazamos, no sólo para nosotras, sino para toda la sociedad, lograremos un bienestar mayor (15). Esto lo apuntala desde una ira de transición, que no significa que sea efímera, sino que la ira, la emoción poderosa y destructiva, sea la que dé pie a los movimientos sociales. Esta propuesta es descrita mediante una interpretación de Nussbaum de la Orestíada, misma que desarrollaré a continuación, retomado desde el sacrificio de Ifigenia.

Ifigenia y su madre, Clitemnestra, son engañadas por Agamenón al hacerles creer que el motivo del ritual es una boda con Aquiles. Cuando ellas descubren la verdadera intención, buscan por todos los medios evitarlo. Clitemnestra pide la interferencia del hijo de Peleo, Aquiles, para rescatar a Ifigenia y al observar la indignación y la aflicción de Clitemnestra, Peleo siente la misma ira. Proceden pues, Clitemnestra y Aquiles, a rescatar a Ifigenia. Sin embargo, Ifigenia ya se había convencido de que no existía otra opción y debía ser realizada la inmolación por un bien mayor. Ifigenia sólo muestra esta resolución cuando se percata del daño que les provocará a su madre y a Aquiles –como únicos defensores suyos frente a toda la armada–, si continúan en su empeño de salvarle la vida. Parece una heroica forma de simular el fallo y librar a los seres queridos, más que una determinación de doblegarse al deber.

Hay versiones que mencionan el rapto de Ifigenia por una deidad que se compadeció de ella y otras donde se consumó el sacrificio y las naves partieron a Troya en una guerra prolongada de una década. En la narración de Esquilo, Clitemnestra tiene un resabido odio guardado contra su esposo por este acto y el tiempo sólo acrecienta sus intenciones de venganza. A su regreso, el victorioso Agamenón no sospecha que su esposa ha conseguido un amante con el cual pretende compartir el reino, le profesa un falso amor y atención, llevándolo a la bañera para limpiarle el sudor y el esfuerzo, pero ésta, termina siendo el lugar de su asesinato. Clitemnestra envía a Orestes al exilio para poder ostentar el trono junto a Egisto, pero llega el momento en que su hijo retorna y al enterarse de las “bajezas” de la madre, por la boca de su hermana Electra, asiste al consejo de Apolo para vengar al padre, lo que significa la muerte de su madre. A pesar de las dudas y las amenazas de sombras que le siguen, Orestes da muerte a Clitemnestra y da inicio, así, a su persecución por parte de las negras Furias.

Las Furias eran criaturas nacidas de la venganza y la ira, hijas de la noche, mujeres como harpías sin alas, de negras vestiduras con ojos inyectados de sangre que escupían coágulos malolientes, amedrentaban a los criminales y los hostigaban hasta darles muerte. Esquilo hace referencia a ellas como animales de caza, semejante a perras rabiosas. La sombra de Clitemnestra solicita sus favores en contra de Orestes, quien intenta refugiarse con Apolo. Sin embargo, el dios olímpico sólo logra purificarlo y darle un pequeño descanso durante la persecución para enviarlo después al Templo de Atenea. Atenea encuentra a Orestes abrazado a su estatua mientras las Furias danzan a su alrededor en un apretado círculo, entonando canciones mortuorias; Orestes es un hombre consumido en la angustia.

Nussbaum se centra en esta parte de la tragedia de la trilogía de Orestes, conocida como Las Euménides, que es cuando las Furias son transformadas positivamente para el pueblo ateniense. Es en esta transición de la ira, que Nussbaum señala un beneficio social semejante al narrado por Esquilo. La ira, como mencionamos, tiene una desventaja normativa en cuanto está unida a la venganza y al daño, una retribución inmediata a la persona agresora. La ira conduce a actuar sin un juicio ni deliberación, en un imaginario mágico de retribución de daño por daño: el dañar al agresor no retribuirá el daño cometido. Nussbaum señala que considerar que existe un equilibrio universal que hay que estabilizar es un pensamiento mágico antiguo o justicia cósmica que posiblemente tenga un rasgo evolutivo (16). Pero la venganza es un sueño breve y una nube sugestiva que pasa rápidamente cuando una persona tiene en sí pensamientos más sanos y acordes al bienestar general. La ira provoca la ilusión de que estamos en dominio de la situación y que por este pensamiento de equilibrio cósmico, no requerimos de deliberación ni juicio al tomar represalias, ya que es lo equivalente. Enfatizamos un poco en que esta idea de represalia y de venganza se parece a la justicia imparcial, distributiva, de dar a cada quien lo que le corresponde, manteniendo un estatus relativo. Este estatus relativo es un ponderador de la persona basado en beneficios y oprobios padecidos que le colocan en relación con las demás personas,. Estos beneficios pueden llegar a ser imaginarios, además de que no existe una manera de clasificar o ponderar tal referencias relativas, lo que evita que Nussbaum intente relacionarlo con la dignidad humana.

Nussbaum percibe tres usos instrumentales de la ira: la ira como indicador, la ira como motivación y la ira como disuasión (17). La ira como indicador muestra que hay algo mal, es una llamada de atención en la que hay que mantener una postura crítica pues es probable que se siga una pista falsa de un daño que surge de un error narcisista. La ira como motivación puede ser más alentadora a la acción que otro tipo de emociones pero no es una condición necesaria para la justicia. Por último, la ira puede ser disuasoria: “Lo único que se puede decir aquí es que es improbable que la manera de disuasión de la ira conduzca a un futuro de estabilidad o de paz; por el contrario, es muy probable que lleve a una agresión más taimada” (18). Estas utilidades de la ira no son parecidas a la propuesta de la ira transitoria de Nussbaum, más bien, están relacionadas a la interpretación tradicional de la ira y el posible origen evolutivo de la emoción –la que se debate entre el huir o el atacar–, lo que vuelve estas utilidades muy restringidas en su orientación destructiva.

Atenea, al observar al curioso grupo que invade su templo, propone un juicio para la resolución del conflicto. Dados los argumentos de las Furias y de Orestes, Atenea concluye que no es una decisión que ella pueda tomar por cuenta propia. Por tanto, reúne una corte y hace declarar al acusado, a las acusadoras y a un testigo (el dios Apolo), pues participó como instigador del matricidio. Después, el juicio se somete a votación, lo cual es una muestra de la subyugación de la ira a la justicia. Los votos resultan en empate, otorgando a Atenea el voto decisivo. La diosa olímpica elige la liberación de Orestes, quien queda agradecido. Las Furias se encuentran frenéticas ante el fallo del jurado y por ello, se debaten en arrojar sobre la ciudad perjurio, enfermedades y sufrimiento, pero Atenea intercede ofreciéndoles un lugar en la ciudad, donde recibirán honores y serán veneradas.

Hazme caso y no arrojes contra este país maldiciones de tu mala lengua que produzcan la ruina de todo ser que pudiera dar fruto. Calma ya ese negro oleaje de amarga rabia, pues puedes ser acreedora de augustos honores y compañera mía de morada (19).

La justicia invita a todas esas emociones vengativas a compartir morada, las implementa y las agrega a su sistema normativo. El lugar de honor ofrecido por Atenea a las Furias sigue estando debajo de la tierra, ya que son seres surgidos de las profundidades, de lo oscuro y agreste de la humanidad. Las Furias, para volverse benignas, han de dejar su deseo de retribución inmediato y violento, comprometiéndose en adelante a ayudar en la ciudad con distintas tareas, entre ellas siguen participando en lo bélico, tienen el papel de incentivar la lucha durante la guerra con otros pueblos y promover al mismo tiempo el amor interno, disuadiendo las guerras civiles.

Las Furias, convertidas en Euménides son escoltadas por las sacerdotisas de Atenea a su nueva morada en las grutas profundas, con nuevos ropajes y nuevo temple de ánimo, pero con la apariencia conocida –que se hayan vuelto benignas, subordinadas a un sistema normativo de la deliberación y juicio, no les ha restado fiereza. Euménides es un eufemismo para llamarlas; también suelen llamarlas metoikoi, “extranjeras residentes” (20). Es así como la ira se vuelve parte de la justicia política de la comunidad, en una asimilación y compromiso de las actividades en las cuales pueden justificadamente manifestarse. “Esquilo sugiere que la justicia política no sólo enjaula la ira, sino que la transforma de manera fundamental, de algo que apenas es humano, obsesivo, sanguinario, a algo humano, que entiende razones, calmado, deliberado y medido” (21). La justicia toma el peso de los planes de venganza, la persona ofendida es liberada del agobio y aflicción que produce la rabia, evitando que se consuma en proyectos infructuosos (22). Se justifica la ira en defensa del daño externo, es fincada a quienes debe de retribuir odio y a quienes debe proveer de cuidados.

Si bien los estoicos afirman que ninguna relación humana vale lo suficiente para enojarse por ella y si bien concuerdo con ellos en relación con las interacciones más casuales que caracterizan la esfera media, no estoy de acuerdo aquí. Las relaciones amistosas, amorosas y familiares son bienes genuinamente importantes, por los que vale la pena sentir un interés profundo (23).

Nussbaum nos indica que la ira es una emoción como resultado al daño o amenaza de los seres queridos o de nosotras mismas, frente a la cual no podemos mantener una postura estoica, la afrenta nos interpela a la acción. El primer pensamiento es el vengativo, con el deseo de una retribución directa del daño, manifestado en que le vaya mal a la persona perpetradora de la ofensa, siguiendo una idea de equilibrio cósmico o corrección a un estatuto relativo dañado. Un pensamiento más sano considera la indignación como un evento irrepetible para ninguna persona. Ocurrió tal suceso y en la ira transitoria ya no se busca el daño del agresor, al menos no directamente, sino que se busca extinguir cualquier posibilidad de que vuelva a repetirse. Esto implica un mejoramiento a nivel social y un avance a un estado de bienestar.

La ira transitoria y la ética del cuidado

La idea en común que tiene la propuesta de la ira transitoria de Nussbaum con la ética del cuidado de Gilligan, es que la indiferencia creciente, la falta de respuesta que se puede ocultar en la imparcialidad, es un daño. La ira transitoria es una respuesta a esta inclemencia. Nussbaum es escéptica en varios aspectos de la ética del cuidado. Primeramente, porque no cuestiona de forma radical la explotación que el cuidado impone a las mujeres; para ella existe, en la ética de Gilligan, una romantización del cuidado. La actividad que se sigue haciendo por amor no tiene ninguna condición de justicia, escribe Nussbaum:

Las feministas que comenzaron a escribir sobre el cuidado (por ejemplo, Carol Gilligan y Nel Noddings) estaban, en mi opinión, demasiado inclinadas a idealizar románticamente el cuidado como una gran contribución de las mujeres a la civilización y a ignorar los problemas del cuidado desigual e impuesto. Está bien decir que las mujeres tienen estas capacidades, pero otra cosa es definir las condiciones bajo las cuales el cuidado es dado en términos justos y no es explotador. Las sociedades a menudo proceden como si no tuvieran que resolver los problemas de la labor del cuidado que demanda la dependencia de los niños, las personas mayores y las personas con discapacidades, porque las mujeres lo harán de forma gratuita por amor. Me temo que Gilligan y Noddings simplemente dan sustento a este punto de vista absurdo e injusto (24).

Coincido en este aspecto con Nussbaum. Gilligan expuso con claridad que la ética del cuidado es un posicionamiento feminista y evidenció la inexistencia de esencialismos en los sexos. Sin embargo, obvió evidenciar la explotación que hay detrás de ese cuidado otorgado por el amor. Sin embargo, si pudiéramos generar una ética del cuidado desde la noción de la ira transitoria sería más probable evitar la explotación de las personas cuidadoras, en su mayoría mujeres.

Recordemos que Gilligan impone un segundo análisis moral en la ética del cuidado: la honestidad, que está fundada en el discernimiento entre cuando se es egoísta y cuando existe una responsabilidad de ayudar a otras personas, incluso si esto implica ignorar el bienestar propio. Si observamos la ética del cuidado desde la ira transitoria, es posible que encontremos a muchas mujeres iracundas bajo la explotación del amor. Las mujeres, desde el principio moral de la honestidad reafirman su conciencia moral, pero parece que esto sólo las lleva a cuestionar su egoísmo: ¿qué tanto amor están brindando? Esto, por el contrario, no supone ninguna objeción a quienes asignan a las mujeres el trabajo del cuidado de forma indiscriminada y parcial.

Nussbaum no niega la presencia del cuidado en su propuesta, la vemos con claridad en el estoicismo restringido: abandonar la pasividad por quienes nos importan de forma profunda. Pero la ira transitoria busca ampliar tales concesiones a la comunidad en general a partir de un principio esperanzador. Desde Aristóteles, la ira estaba relacionada con la esperanza y no con la aflicción, la aflicción es un resentimiento, una culpa en el pasado, mientras que la ira es esperanza, una fiera confianza en un bien futuro. La ira tiene la mira puesta en una retribución futura de la cual no duda, es un principio de acción ilimitado. Consideremos que la mayor retribución posible para las mujeres sea el cuidado devuelto, la misma lucha compartida por el bienestar general que implica la justicia social.

Gilligan es asertiva cuando indica que las mujeres reconocen la ruptura de la realidad del cuidado en una esfera social del deber, en el quebranto de la ley del amor, lo cual les permite detectar con mayor precisión las falacias del patriarcado. Sin embargo, falta una falacia más por derrumbar: el amor infinito e incondicional que no podemos prodigar ilimitadamente. Hay que gritar con una voz diferente, pero que sea una iracunda y no ahogada en la aflicción.

Notas y referencias bibliográficas

(1) Carol Gilligan, La ética del cuidado. Barcelona: Fundación Víctor Grífols i Lucas, 2013. eLibro., p. 73.

(2) Idem, p. 31.

(3) Diego A. Jiménez B., Educación emocional para una ciudadanía democrática: la propuesta de Martha Nussbaum. Quito: Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 2017. eLibro. p. 35.

(4) Carol Gilligan, La ética del cuidado, p. 33.

(5) Eurípides, Las diecinueve tragedias, (Tr. Ángel Ma. Garibay), México: Editorial Porrúa, 2014, p. 624.

(6) Carol Gilligan, La ética del cuidado, op. cit., p. 58.

(7) Cfr. Carol Gilligan, La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino, México: FCE, 1985, p. 42.

(8) Idem, p. 42.

(9) Idem, p. 72.

(10) Idem, p.38.

(11) Idem, p. 92.

(12) Idem, p. 140.

(13)  Diego A. Jiménez B., Educación emocional para una ciudadanía democrática: la propuesta de Martha Nussbaum, op. cit., p. 60.

(14) Idem, p. 61.

(15) Martha C. Nussbaum, La ira y el perdón. Resentimiento, generosidad, justicia, México; FCE, 2018, p. 69.

(16) Idem, p. 52.

(17) Idem, p. 71.

(18) Idem, p. 74. 

(19) Esquilo, Las Euménides, 830.

(20) Martha C. Nussbaum, La ira y el perdón: Resentimiento, generosidad, justicia, op. cit., p. 19.

(21) Ibidem.

(22) Cfr. Idem, p. 21.

(23) Idem, p. 161.

(24) Jorge Sierra, y Fabrizio Pineda (ed.) Martha Nussbaum y la justicia social para los animales. Apuntes críticos desde las fronteras de la justicia, Bogotá: Universidad Autónoma de Colombia, 2019, p. 23. 

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